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Era necesario estar seguros de la legitimidad del hijo del monarca

¿Por qué era necesario que las reinas medievales diesen a luz rodeadas de testigos?

Las guerras civiles, el hambre y las penurias eran cada vez mayores por culpa de los problemas de sucesión al trono. Por eso era necesario estar seguros de la legitimidad del hijo del monarca

Algunos problemas de sucesión al trono, durante la Edad Media, provocaron guerras civiles, aumentando el hambre y la penuria de la mayor parte de la población. Por eso, se impuso la necesidad de evitar cualquier duda sobre la legitimidad de los hijos de los monarcas. Resultaba necesario evitar que algunos ambiciosos se sublevaran, declarando la ilegitimidad de un monarca o de un príncipe, acusándolo de no ser de estirpe regia y, por lo tanto, ilegítimo. Los rebeldes decían alzarse con legitimidad –con arreglo a la ley– para eliminar del trono a un supuesto falso monarca y colocar a otro más afín. Así, se impuso la necesidad de establecer una ceremonia de identificación visual delante de testigos que asistían al parto, aunque, con el paso del tiempo, el parto de la reina o de la infanta fue aumentando su carácter íntimo, separándose su carácter público a las antecámaras cercanas al dormitorio.

Por ejemplo, en la Castilla del siglo XIV, al estallar la guerra civil entre los partidarios de Pedro I y los de sus hermanastros, los Trastámara, éstos acusaron al primero de ilegitimidad, divulgando, el bulo de un cambio en su cuna al nacer. Añadieron que el niño provenía de una familia judía, lo cual avivó el sentimiento antisemita –entonces imperante en la Europa bajomedieval– ilegitimando aún más a don Pedro. Como consecuencia de este hecho, se impuso en la corte castellana la asistencia de testigos al parto de forma definitiva.

El 5 de enero de 1425 tuvo lugar, en Valladolid, el nacimiento del que habría de ser Enrique IV. El cronista Alonso de Palencia, años más tarde, llegó a insinuar que el recién nacido no era hijo del Rey, sembrando la duda sobre la cuestión. Se atrevió a decir que su padre, Juan II, sabiéndolo, se cuidó mucho en disimular esa situación, teniendo más hijos con su esposa y prima. Lo cierto es que no existieron pruebas contundentes de esta denuncia pero, por medio de la ilegitimidad de nacimiento, se quiso denigrar a este monarca, en beneficio de la legitimidad de sus hermanos, don Alfonso y doña Isabel.

En 1462 nació en el viejo alcázar medieval de Madrid la infanta Juana, reconocida por Enrique IV como su hija y, por lo tanto, como heredera al trono de Castilla. Los más importantes miembros de la nobleza castellana y prelados del reino acudieron a Madrid, lugar adonde había sido trasladada la reina para el alumbramiento. Allí se reunieron no sólo los que eran indiscutiblemente fieles al Rey, pues también llegaron los nobles más rebeldes a la hora de acatar la autoridad de la Corona. De acuerdo con el protocolo, el parto de la reina debía contar con una serie de testigos que, en esta ocasión, fueron el monarca, el marqués de Villena, el comendador Gonzalo de Saavedra y el secretario Alvar Gómez que se situaron a la derecha de la cama; mientras que a la izquierda se encontraban el arzobispo de Toledo, el comendador Juan Fernández Galindo y el licenciado De la Cadena. El conde de Alba de Liste tuvo el honor de sostener a la parturienta.

El nacimiento de doña Juana fue muy discutido en la época, pues una parte de las fuerzas vivas del reino la tacharon, desde el principio, como ilegítima, como «Beltraneja», hija de don Beltrán de la Cueva. No obstante, las celebraciones festivas se extendieron por todo el reino, pero llama la atención que no se produjera ningún tipo de acto, litúrgico ni político, de dimensión pública, a diferencia del caso del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos. Fue un error que se pagó caro, pues la imagen de la princesa se deterioró.

Isabel la Católica tuvo que cumplir con el ceremonial de testigos durante su primer parto, el 1 de octubre de 1470. La reina exigió, sin embargo, que su cara fuese cubierta con un velo, con lo cual no sólo ocultaba su vergüenza, sino también el que nadie pudiese detectar en ella un rictus de dolor y sufrimiento. Así, nació la infanta Isabel, futura reina de Portugal. Y en Sevilla, el 30 de junio de 1478, nació su hijo Juan, llamado así por el patrocinio del evangelista.

En esta ocasión, actuaron como testigos efectivos del parto varios nobles, caballeros y regidores sevillanos ante el escribano del cabildo hispalense, que actuó como notario. Los miembros de la nobleza fueron elegidos por el propio esposo de doña Isabel, el rey don Fernando. Sevilla vivió tres días de fiesta, que permitieron medir la importancia que se otorgaba al nacimiento, pues en Aragón, se admitía que las mujeres trasmitieran derechos dinásticos pero no ejercer funciones reales. Las fiestas culminaron el 9 de julio con ocasión del bautismo del infante, donde se desplegó una gran cantidad de simbología política de forma pública, al ser la ceremonia que coronaba el rito de reconocimiento del príncipe. Y, de esta manera, la catedral fue engalanada con rasos y brocados que brillaron a la luz de un verdadero bosque de cirios. Ofició en la ceremonia el cardenal Mendoza y fueron padrinos el legado Franco, el embajador de Venecia, el conde de Benavente y el condestable Velasco. Una muy larga procesión, en que formaban en dos filas caballeros y representantes de la ciudad, formaba el cortejo; delante iban los veinticuatro, vestidos de terciopelo negro, custodiando al recién nacido, que se agitaba sobre unos almohadones, protegido del sol bajo palio. Un día de julio, en Sevilla, con calor desbordante, presenció esta representación de la majestad real, cuando ésta pretendía construir un Estado monárquico fuerte frente a las ambiciones nobiliarias.