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Retrato de María Josefa Amalia de Sajonia (1803-1829)Wikimedia Commons

El desconocido perfil político de la Reina María Josefa Amalia, la tercera esposa de Fernando VII

Esta princesa alemana fue denigrada por la crítica e historiografía liberal del siglo XIX, al presentarla como una consorte regia sin personalidad

El 20 de octubre de 1819, Fernando VII contrajo nuevo matrimonio con María Josefa Amalia de Sajonia, después de dos esposas fallecidas que no le habían proporcionado prole superviviente. Esta princesa alemana fue denigrada por la crítica e historiografía liberal del siglo XIX, al presentarla como una consorte regia sin personalidad y como una poetisa ultracatólica, cuyos versos corregían algunos poetas cortesanos, tan escasamente dotados para la literatura como ella. Además, al morir sin dejar tampoco un heredero se consideró que apenas podía decirse nada de su paso por la corte española. Actualmente, esta visión debe ser modificada.

Mantener a la Reina alejada de la política

Hija del príncipe elector de Sajonia, María Josefa nació en Dresde el 7 de diciembre de 1803, siendo educada por su tía abuela la princesa María Cunegunda, abadesa de Thorn y Essen, y como tal, siendo mujer, con escaño en la Dieta Imperial alemana. Esta personalidad femenina transmitió a su sobrina nieta ideas propias del despotismo ilustrado, así como su dominio de la lengua francesa. De esta manera, la posible influencia del ambiente absolutista europeo tras la caída de Napoleón en 1814 fue eliminada por la racionalidad ilustrada y la tolerancia. En sus cuadernos de estudio, María Josefa llegó a considerar la democracia ateniense como un gran modelo de civilización, escribiendo que la ley prevalecía sobre la soberanía en Inglaterra y Dinamarca, modelos monárquicos mejores que el simple absolutismo.

La nueva Reina comprendió que se esperaba que fuera una esposa obediente, fiel, católica devota y cumplidora de su principal misión que era engendrar herederos al trono

Nada de ello, sin embargo, llegó a los oídos de Fernando VII, aunque en las cartas que le escribió durante su noviazgo, se dirigió siempre a ella como a una princesa culta. Mostró su alegría y asombro por su decisión de aprender rápidamente el castellano durante su viaje de llegada a España. Pero, precavido por su propia historia personal, el monarca decidió elegir personalmente a la servidumbre femenina que iba a rodear a su esposa en Madrid, a la que no dejó escoger libremente su entorno diario. Sabiendo las costumbres de la corte, donde llegaban peticiones escritas y verbales a todos los miembros de la familia real para que se las presentaran al Rey, Fernando VII quiso que su esposa se mantuviera alejada de la vida política. Por ello, le sugirió que cualquier demanda que se le presentara la entregara directamente a su mayordomo mayor. La nueva Reina comprendió que se esperaba que fuera una esposa obediente, fiel, católica devota y cumplidora de su principal misión que era engendrar herederos al trono.

Pese a sus tempranos temores al tálamo –tenía 16 años al casarse–, María Josefa intentó cumplir su misión generatriz, aunque nunca lo logró, pese a su inteligencia y su fortaleza de espíritu. Poco a poco, Fernando VII comenzó a admirarla y confiar en ella, de tal manera que, cuando tuvo que abandonar la capital, entre septiembre y octubre de 1827 ante la rebelión de los malcontents catalanes, la Reina le consultó, mediante cartas, en asuntos de gobierno de la Real Casa. Se atrevió a rogarle una amnistía a los condenados por delitos leves y abogó por una mujer empleada en el hospital de Madrid, amenazada con el despido. Y pese a no gustarle en absoluto el teatro, al considerarlo inmoral, supo distinguir entre los textos y las personas, concediendo una ayuda económica a los actores en paro, a causa de la prohibición de representaciones teatrales durante las rogativas religiosas por el éxito del viaje de su marido a Cataluña. Ese gesto pone límite a la imagen de una consorte beata y mojigata que divulgaron sus enemigos.

Ir a contracorriente

Pero lo más sorprendente de su vida fue que se publicara su novela epistolar Cartas de la reina Witina a su hermana Fernandina en 1822 porque, aunque ayudada por algún cortesano de pensamiento moderado, ilustrado o afrancesado, la Reina aludió a cuestiones familiares, narrando y reflexionando sobre la situación política. Se sospecha que pudo ser ayudada por su camarera mayor, la condesa de Alcudia, madre de tres destacados liberales, y de Juan Miguel de Grijalva, guardasellos del Rey y protector de afrancesados. No obstante, nadie osaría substituir a la Reina sin su consentimiento en un libro con alusiones explícitas a su persona, sentimientos y vida palatina.

En esta novela, presentó a España como una nación de contrastes, donde el pueblo resultaba demasiado intolerante en materia religiosa, convencido de que los afrancesados y liberales eran agentes del diablo, sin pensar que eran ilustrados. También manifestó su asombro sobre el desconocimiento que había de los principios más elementales de administración, pese a que todos los españoles querían obtener un empleo del Estado o participar en las Cortes. Destacó con orgullo la generosidad de sus súbditos, pero no ocultó su rechazo por las fiestas de toros, tan populares que la propia Familia Real acudía en muchas ocasiones a las plazas, como medio de conexión con el pueblo.

Para la Reina, en la historia se encontraba la clave del presente, entendida en términos de progreso, en la que el catolicismo había rehabilitado a la humanidad, extendiendo «la ilustración, la libertad, la tolerancia, la beneficencia y los demás principios». De ahí que resaltara los logros del reinado ilustrado de Carlos III, frente a unos liberales divididos en sus opiniones y actuación. Unos manifestaban una rebeldía diaria frente a otros, más moderados, dignos de admiración, como Rafael de Riego. Para María Josefa, el militar que había logrado la restauración de la Constitución de Cádiz en 1820 era el que menos debía molestar a los absolutistas, pues su figura y su pensamiento eran los de un hombre franco, que no tenía doblez. No obstante, jamás le creyó capaz de grandes proyectos políticos pero, menos aún, criminales. Y respecto a Fernando VII, resultaba extraordinario que alabara a su marido sin negar algunos defectos.

Una Reina interesada por la política

En su novela, la Reina calificó la petición de ayuda a los gobiernos absolutistas europeos como una idea alejada de los buenos principios del alma española que podía provocar más intranquilidad que seguridad. Esa intervención –que finalmente llegaría en 1823 con los famosos Cien mil hijos de San Luis– nunca podría ser una solución para España. Para María Josefa, la represión había sido un error y errada la actuación política de los gobiernos, tanto de absolutistas como de liberales, de manera que ninguno había sido capaz de corregir los problemas de la nación, considerando imposible la reconquista de los territorios americanos recién independizados ante la falta de medios diplomáticos y militares.

La Reina Witina –es decir, María Josefa– en esas cartas examinó diversos regímenes políticos, desde la antigua Roma hasta el modelo británico y estadounidense, buscando un sistema político que garantizase la auténtica libertad. Finalizaba con desencanto que cuando la práctica de gobierno era buena, «todas las teorías callan», mostrándose pragmática en política, donde los hechos contaban más que las buenas palabras. Su novela demostró que, en el entorno de la Casa Real, se desarrollaba una disputa entre los cortesanos más absolutistas y los partidarios de desplegar una solución política moderada, acorde con los reinos más ilustrados como Gran Bretaña.

En la corte, María Josefa nunca tuvo una riña por cuestiones políticas con sus cuñados, los muy tradicionalistas infantes don Carlos y su esposa María Francisca, aunque no les dirigió palabras amables en su novela. De semejante tendencia fue la Infanta María Teresa de Braganza, con la cual también tuvo una relación correcta pero distante. Inesperadamente, la Reina falleció el 17 de mayo de 1829, circunstancia que fue aprovechada por los cortesanos más moderados para sugerir a Fernando VII la celebración de un cuarto matrimonio con la princesa María Cristina de Nápoles. Una nueva boda abría la posibilidad de una descendencia directa que alejara del trono al infante don Carlos y fortaleciera la transición hacia una Monarquía reformista y templada.