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Los ‘azzurri’ haciendo el saludo fascista antes del partido final frente a Checoslovaquia, en 1934

Los ‘azzurri’ haciendo el saludo fascista antes del partido final frente a Checoslovaquia, en 1934

Cuando marcar goles para Italia se convirtió en una manera de ensalzar el fascismo

Cuando Italia vestía camisa negra y consideraba a Mussolini el primer deportista de la nación, era habitual que los grandes atletas, boxeadores o jugadores de fútbol alzaran el brazo y dedicaran sus victorias al Duce

En 1934, antes de disputar el mundial que terminaría con la muy sufrida victoria de una Italia que ya apuntaba maneras de bloque compacto, solidario y poco dado al preciosismo, los jugadores de la selección grabaron imágenes de lo más elocuente: uno a uno se acercaban a la cámara y pronunciaban su nombre mientras realizaban el saludo romano. Por cierto, que algunas de aquellas estrellas balompédicas llegaron desde Argentina con doble nacionalidad, fueron convocadas por el Ejército para una competición menos agradable (la guerra de Abisinia, fusil en mano) y decidieron escapar al hogareño Río de la Plata; no era lo mismo meter goles para Italia que jugarse por ella la existencia, y además en lugar tan recóndito y ajeno que tal vez ni los hombres sabrían explicar el fuera de juego.

Es incuestionable el uso que el fascismo hizo de aquellos espectáculos hipnóticos, épicos y apasionantes, pero conviene matizar: el régimen mussoliniano se sirvió del deporte tanto como lo ensalzó; pocos Estados han brindado tanta atención y le han otorgado un papel tan preponderante a la actividad deportiva.

Para fomentar la educación física, el régimen decidió equipararla en las escuelas al resto de asignaturas y creó la Opera Nazionale Balilla, que tenía como uno de sus cometidos fundamentales asegurar la práctica del deporte entre los jóvenes. Millones de italianos pasaron por esta ONB que inspiró la fundación de organizaciones muy similares en España, Alemania o Portugal, donde funcionó durante años la menos conocida Mocedad Portuguesa. No satisfechos con esto, los fascistas (los fascistas de verdad, quiero decir) instauraron otra popularísima entidad denominada Opera Nazionale Dopolavoro que se ocupó y preocupó, entre otras muchas actividades, de fomentar las actividades deportivas de los trabajadores. Llegó a agrupar a más del ochenta por cien de los empleados.

Por otra parte, Italia brilló con fuerza en competiciones del máximo nivel como los Juegos Olímpicos de 1932 y 1936 o dos campeonatos mundiales de fútbol obtenidos de forma consecutiva. Y es obligatorio resaltar el papel preponderante del balompié en aquellos tiempos: se llenaban hasta la bandera estadios con capacidad para decenas de miles de espectadores y el resultado de los grandes partidos corría por las calles a velocidad inusitada.

Durante el mandato de Mussolini, emergieron extraordinarios deportistas que –por vivir de forma hiperbólica, desmesurada e irreal– casi traspasaron la frontera de lo imposible. La semana pasa se aprovechó para hablar sobre ellos en el congreso internacional La Marcha sobre Roma en su centenario: la crisis de las democracias liberales que tuvo lugar en el Salón de Actos de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad CEU San Pablo.

La utilización política de grandes espectáculos deportivos no se le puede achacar en exclusiva a determinadas doctrinas. Ejemplos de sobra tenemos en los siglos XX y XXI, como el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú por parte de USA (cuatro años después, la Unión Soviética hizo lo propio con los de Los Ángeles) o la rodilla en tierra de estrellas del deporte como expresión de protesta dirigida en última instancia al anterior presidente de los Estados Unidos de América. Por el invencible interés que generan, los espectáculos deportivos de masas son una tentación demasiado fuerte para las ideologías. Para todas las ideologías.

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