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Placa que homenajea

Placa en Yad Vashem, Israel, en homenaje a los diplomáticos Ángel Sanz-Briz y Eduardo Propper de Callejón y al doctor Jose Santaella y su mujer, Carmen

España ante la persecución judía de 1940 a 1942

El aristócrata Aristídes de Sousa Mendes y el primer secretario de la embajada española, Eduardo Propper de Callejón, ayudaron a que miles de judíos pudiesen huir de la invasión alemana a Portugal vía España

Tras la victoria alemana sobre Francia, en el comienzo del verano de 1940, el cónsul portugués en Burdeos, el aristócrata Aristídes de Sousa Mendes, concedió unos 30.000 visados a judíos que huían de la invasión alemana, siendo ayudado por el primer secretario de la embajada española, Eduardo Propper de Callejón. Antes de la firma del armisticio, entre los días 18 y 22 de junio, los estamparon incansablemente para lograr que, vía España, alcanzaran Portugal. Al actuar sin apoyo de sus superiores, Mendes fue expulsado de la carrera diplomática y desposeído de sus bienes, hasta el extremo de morir en la miseria, mientras Propper continuó su labor humanitaria. Uno de los medios que trataron de utilizar los diplomáticos españoles para salvar judíos fue la famosa ley Primo de Rivera que se promulgó como materialización de un panhispanismo reparador de imágenes ligadas a la expulsión de los judíos en la Baja Edad Media. Pero el Real Decreto de 20 de diciembre de 1924, que facilitaba la nacionalización de los sefarditas, había concretado un periodo de seis años como máximo para realizar los trámites. Más allá no era posible su renovación pero los diplomáticos españoles trataron de obviar esa medida para lograr amparar al mayor número de familias judías bajo bandera española, aunque el Gobierno consideró, en principio, que la extensión de la nacionalización podría ser considerada un privilegio respecto a otras peticiones de auxilio.

Los diplomáticos españoles trataron de obviar esa medida para lograr amparar al mayor número de familias judías bajo bandera española

En febrero de 1941, el ministro Serrano Suñer ordenó a su embajador ante la Francia de Vichy, José Lucrecia, la suspensión inmediata de Propper y su inmediato traslado a la legación de Larache. Lucrecia apeló la decisión, aduciendo que Propper había recibido recientemente una distinción honorífica del propio mariscal Pétain, pero su petición fue finalmente denegada, aunque Serrano respondió que se hacía «cargo de las razones que el Gobierno francés habrá tenido para conceder la Cruz de la Legión de Honor al funcionario español». Por su actuación humanitaria, Propper fue distinguido con el título de Justo entre las Naciones en octubre de 2007.

Para evitar problemas, el cónsul general de España en Francia, Bernardo Rolland, decidió actuar de otra manera, comunicando a Madrid su labor de auxilio sobre unos 2.000 sefarditas inscritos en su consulado. Ante el intento alemán de aplicar las medidas antisemitas a los sefarditas, Rolland replicó que en España no existía legislación que estableciera diferencia de raza, aunque Madrid respondió en un tono más suave que, quizá, facilitó que en diciembre de 1940 los alemanes se mostraran dispuestos a acoger favorablemente los casos que interesaban a sus aliados españoles. Sin embargo, en enero de 1941, Bernardo envió un comunicado a sus superiores señalando que las autoridades de ocupación se negaban a hacer distinciones con los sefarditas, lo que provocó una queja oficial de Madrid. Ante el aumento de medidas represivas, los sefarditas remitieron a Franco un escrito solicitando, el 13 de marzo, entre otras cuestiones, su reintegración a España.

La postura oficial del Gobierno franquista fue, en primer lugar, no obstaculizar el pase de judíos con visado por España

Madrid ordenó constituir en el consulado una comisión encargada de informar sobre los judíos en Francia y aconsejó adoptar una postura flexible con los alemanes, logrando de éstos el privilegio de que hubiera administradores españoles de bienes sefarditas, mientras no se permitiera su entrada en España. La postura oficial del Gobierno franquista fue, en primer lugar, no obstaculizar el pase de judíos con visado por España, siempre y cuando no se quedasen en el país, para evitar problemas de orden público. Por ello, en los años siguientes, cuando grupos de sefarditas enviaron cartas al Gobierno español insistieron en demostrar que eran «gente de orden», trabajadores y pacíficos. Aquellos que atravesaban la frontera ilegalmente eran internados en el campo de concentración de Miranda de Ebro, desde donde eran evacuados a otros países gracias al Joint Distribution Committe, una organización judía norteamericana que Franco toleró que se instalara en Barcelona, bajo la tapadera de una sucursal de la Cruz Roja portuguesa. En segundo lugar, conceder permiso de entrada a España a todos los sefarditas que cumpliesen estrictamente la ley Primo de Rivera: unos 4.000 en Europa. Y, en tercero, aquellos que no pudieran presentar toda acreditación como sefarditas, se les otorgaría papeles oficiales suficientes para salvaguardar su posición, pero sin adquirir con ello el derecho a ser admitidos en España, que no era un muro racial, pues ese año se fundó la Escuela de Estudios Hebraicos, adscrita al CSIC, que comenzó a editar la revista Sefarad, aunque siempre distinguiendo a los judíos sefardíes de los askenazíes.

Permisos de trabajo

En Rumanía, paralelamente, el embajador José Rojas Moreno logró que el general Antonescu aceptara revocar decretos de expulsión contra un grupo de sefarditas y prometiera que no se repetiría con ningún ciudadano español, a menos que estuviera implicado en atentados. En 1942 volvió a insistir en que Bucarest reconociera los derechos de los sefarditas, tildados como ciudadanos españoles, puesto que los rumanos eran tratados en pie de igualdad con los españoles en su país. Rojas consiguió que los miembros de la colonia española –107 sefarditas– tuvieran permiso de trabajo para seguir realizando sus actividades profesionales; permiso para disponer de sus bienes y exención de un impuesto extraordinario a hebreos residentes en territorio rumano.

En Francia la represión aumentó, por lo que el cónsul general en París consultó a Madrid, en junio de 1941, sobre la posibilidad de extender pasaportes a sefarditas protegidos, aunque no tuvieran las nacionalidad española. Los sefarditas solicitaron pasaportes para pasar a España hasta en la zona de Vichy, como avisó el cónsul español en Marsella. Rolland gestionó acciones infructuosas, durante meses, para liberar a sefarditas encarcelados en campos de concentración. En Bulgaria, el diplomático Julio Palencia Tubau denunció la legislación antisemita del Gobierno –que afectaba a 50.000 judíos– e intercedió ante Berlín y Sofía para proteger los derechos y bienes de 150 judíos sefardíes, hasta su marcha dos años más tarde. Se enfrentó sin éxito con las autoridades nazis para evitar la ejecución del judío Leon Arié, a cuyos hijos adoptó para que pudiesen salir del país y reencontrarse con su madre. En agosto de 1941, recibió órdenes de Madrid: los sefarditas no podían evitar medidas generales pero si tuvieran que inscribirse en algún registro especial o prestar alguna declaración en cuanto a bienes debían hacer constar su nacionalidad española.

El consulado español en Rabat comunicó a las autoridades francesas el 1 de agosto que consideraba a los judíos españoles como súbditos españoles

En 1942 todavía se encontraban los 2.000 sefarditas inscritos en el consulado español en París, mientras empezaba el embargo y fiscalización de sus bienes y crecían en la Francia de Vichy las medidas contra los judíos. El 29 de mayo se ordenó que portasen la famosa estrella amarilla, aunque a los sefarditas todavía se les permitió estar en establecimientos públicos. El consulado español en Rabat comunicó a las autoridades francesas el 1 de agosto que consideraba a los judíos españoles como súbditos españoles, aumentado su apoyo en meses siguientes. A finales de septiembre, llegaron a Madrid desde la embajada en París documentos que demostraban que el clero católico francés se estaba movilizando para paliar la persecución antisemita, con la clara intención de influir en quienes habían defendido un Estado confesional español. En ese mes, un informe del cónsul en París describió el estado de desesperación en que familias sefarditas fueron obligadas a partir en trenes de evacuación, al ser deportadas a campos de concentración franceses, por lo que solicitó al ministro de Asuntos Exteriores que procurara negociar su repatriación a España, especialmente de ancianos, mujeres, niños y enfermos. Paralelamente, el cónsul general en Marsella denunció que los franceses les negaban la tarjeta de identidad como extranjeros y las cartas de alimentación, necesarias para adquirir bienes racionados. Madrid envió orden a sus representantes para que gestionaran la obtención por parte de autoridades locales de medidas de excepción para los sefarditas.

Por esas fechas, la embajada de Estados Unidos en España enviaba una carta al subsecretario de Asuntos Exteriores manifestando su esperanza de que su Gobierno no perseguiría a los judíos, continuando la concesión de refugio permanente. Pero el régimen intentaba evitar una excesiva presión sobre las autoridades alemanas en este asunto, tanto para no perder la poca colaboración que les brindaba como para evitar una mayor presión por su parte en otros asuntos, como la entrada en guerra.

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