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Retrato de Clemente de Metternich

Dinastías y poder

Metternich: el diplomático enamorado del amor

El estadista era también un hombre de su tiempo: romántico y apasionado. Un perfecto socialitè que pasó por tres matrimonios y lo convirtieron en el invitado más codiciado de los salones vieneses

Su visión diplomática marcó la evolución de Europa en la primera mitad del siglo XIX. Enemigo de Napoleón, fue el ministro de exteriores que dirigió el Congreso de Viena y el regreso al absolutismo tras décadas revolucionarias. El canciller austriaco tomó el timón de una política basada en el equilibro de poderes y la definición de nuevas fronteras que durará, casi sin modificaciones, hasta las unificaciones y el inicio de la Primera Guerra Mundial. Pero el estadista era también un hombre de su tiempo: romántico y apasionado. Un perfecto socialitè que pasó por tres matrimonios y lo convirtieron en el invitado más codiciado de los salones vieneses.

Aunque de ascendencia prusiana, su nombre parece indefectiblemente unido a Austria. Nacido en una aristocrática familia de Coblenza en 1773, Clemente de Metternich cursó estudios en Estrasburgo y Maguncia despuntando pronto por sus magníficas dotes para la gestión pública y las componendas. Los buenos contactos familiares (en especial de su primera esposa), le llevaron a una meteórica carrera como «ministro plenipotenciario» en Dresde y Berlín, donde preparó aquella colación que Austerlitz vino a destruir. En los días en los que las gestas de Napoleón deslumbraban en Europa, Metternich fue nombrado Embajador en París y entusiasmó con sus cualidades, tan brillantes como sólidas, a la nueva corte. Fue también, el principal artífice del matrimonio que llevó al Emperador a casarse con la archiduquesa María Luisa de Austria en 1810, hija de Francisco II, en una unión dinástica que muchos pensaban que podría beneficiar los intereses de los austriacos, al romper las relaciones de Rusia con Francia. Aunque aquello acabó en desastre tanto en lo sentimental como en lo político.

Metternich influyó en el matrimonio de Napoleón con la archiduquesa María Luisa de Austria. Pintura de Georges Rouget

Tras Toeplitz, decidido ya a terminar con el rodillo bonapartista, encontró en las fallidas campañas de Rusia y en los heroicos hechos de armas de los españoles, la oportunidad perfecta para unirse a una coalición antinapoleónica en la que Wellington, se llevaría también su parte de gloria. Viena parecía la capital perfecta para reunir, en septiembre de 1814, a los más granado de la diplomacia europea, con el propio zar Alejandro I, el incombustible Talleyrand por parte francesa, Castlereagh por los ingleses y hasta una testimonial presencia patria representada por Gómez Labrador, que tristemente reduciría a España a potencia de segunda. Bailaron, se divirtieron –hay una película, la comedia, El congreso se divierte de 1933– y entre cenas, banquetes y bailes de gala, Napoleón se escapó de Elba y volvió a Paris. Pero nada estaba perdido: en Waterloo caía definitivamente Napoleón y el Congreso de Viena seguía su curso. Negociaciones interminables y muchos intereses de poder para decidir, finalmente, volver a las políticas tradicionales, con matices de nuevo cuño. La Confederación del Rin desaparecía y se creaba una Confederación Germana en la que la casa de Habsburgo reforzaba su autoridad. Metternich, ya canciller, fiel a los principios proclamados por la Santa Alianza, se opuso tenazmente al apoyo a los griegos frente a Turquía y Egipto, profetizando lo que tendría que hacer la Europa occidental para contener a Rusia, tal y como se vio tiempo después en Crimea. Clemente Metternich sostuvo en Austria y defendió en Europa, los principios de cierto «derecho divino». Llevó durante cuarenta años el protectorado católico de Austria y el statu quo absoluto hasta donde fue posible mantenerlo.

Sus tres matrimonios

Metternich se había distinguido como el arquitecto de la nueva Europa restaurada. Pero también, como un magnífico gentleman, que destacaba por su apostura y dotes de seducción. Con una vida amorosa intensa, su primera esposa fue la aristócrata, Eleonora von Kaunitz, con la que se casó en 1795 y le abrió las puertas de muchos círculos de poder por las buenas relaciones que mantenía con los Habsburgo. Tuvieron varios hijos y con ella como esposa, consolidó su prestigio como sagaz diplomático. Fue un matrimonio largo, aunque de interés, que terminó con el fallecimiento de la princesa en 1825. Metternich volvía a casarse, ahora por amor, con María Antonia von Leycan, en lo que en la época se consideró una unión desigual ya que no era más que «la hija de un barón de nobleza reciente». Pero la unión apenas duró unos meses pues ella moría pocos días después del parto de su único hijo, Ricardo, quien terminará heredando las dotes diplomáticas de su padre como embajador en la Francia de Napoleón III. Ricardo, se casará, a su vez, con la hija de una de sus hermanastras: la princesa Paulina de Metternich que será la auténtica estrella del París del II Imperio.

Retrato de Melanie Zichy-Ferraris

Dicen que Metternich lloró mucho la muerte de su segunda esposa, pero lo cierto es que no tardó en volver a contraer matrimonio, ahora con la condesa Melania Zichy-Ferraris. Era el año 1831 y ella se convirtió en una de las principales, sino la principal, dama de la sociedad vienesa. Escribió una especie de diario, testimonios breves que proporcionan alguna clave para entender los entresijos políticos de aquellos días. Tuvieron otros tres hijos, uno de los cuales, Pablo, fue un destacado «capitán de dragones». Acompañará a Metternich en el exilio en Inglaterra y Bruselas, después de que la Revolución de 1848, consiguiese la caída del todopoderoso canciller. Pudieron regresar a Viena tres años después. Melania falleció en 1854. Metternich, de nuevo viudo, moría en 1859 a los 86 años.

La ascendencia política y social de este «príncipe» austriaco tuvo en su nieta Paulina –la esposa de Ricardo– a su principal sucesora: ilustrada, mecenas de Wagner, amiga de Merimée y de Alejandro Dumas, dicen que fue ella la encargada de presentar al modisto Worth a Eugenia de Montijo, quien acababa de aterrizar en París como Emperatriz. De ahí los diseños estilo «princesa» que tanto una como otra popularizaron y que marcaron un antes y un después en la historia de la moda.