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Abdicación de Napoleón en Fontainebleau, por Paul Delaroche (1845)

Los comienzos de la leyenda rosa de Napoleón Bonaparte: de dictador coronado a símbolo revolucionario

Su exilio a la isla de Santa Elena suscitó en todo el mundo una enorme impresión, que Napoleón supo explotar, como siempre, con gran habilidad

Poco después de la derrota de Napoleón en Waterloo (1815), comenzaron los intentos de sus partidarios por mejorar su criticada imagen en Europa. Su exilio a la isla de Santa Elena suscitó en todo el mundo una enorme impresión, que Napoleón supo explotar, como siempre, con gran habilidad. Realmente, para los seres humanos del siglo XXI, resulta increíble comprobar la facilidad de la humanidad para borrar los errores de sus dirigentes políticos, pues Napoleón había llevado a la muerte, durante 15 años, a miles de franceses y de europeos.

Napoleón había llevado a la muerte, durante 15 años, a miles de franceses y de europeos

Muy hábilmente, las memorias que dictó en su segundo exilio le procuraron una imagen de monarca democrático, o al menos, así quiso presentar el Imperio de los Cien Días (marzo-junio de 1815), como un régimen liberal derrocado por las Monarquías más reaccionarias de Europa, incluida la británica. Tuvo la audacia de querer pasar a la historia como la Espada de la Revolución, que había propagado los ideales revolucionarios de 1789 por todo el continente europeo, y como el defensor de las nacionalidades y de las libertades oprimidas. En realidad, se trataba de una hábil mitificación, ya que precisamente la reacción de las nacionalidades a la conquista y la oposición liberal a las tendencias autoritarias del Imperio habían sido los principales factores del derrumbamiento de su régimen.

Napoleón en Santa Elena, por François-Joseph Sandmann

Por su parte, el César corso no renegó nunca de su sistema, sino que logró justificar sus rasgos autoritarios aduciendo la necesidad de combatir las muchas fuerzas hostiles. A través del «martirio» del exilio y de su muerte, Napoleón expiaba las culpas del conquistador y se confió a la inmortalidad. En una ocasión, confesó a uno de sus cortesanos de Santa Elena que si Jesucristo no hubiera muerto en la cruz, no sería Dios.

El gran éxito editorial del Memorial de Santa Elena escrito por Las Cases, publicado después de la muerte del emperador, en 1823, sancionó la consagración oficial del mito. Napoleón, al presentarse como mártir de las potencias absolutistas, conquistó en particular la simpatía de los movimientos nacionalistas y liberales que se fueron afirmando en la nueva Europa del siglo XIX. Se produjo de esta manera la primera paradoja de la leyenda napoleónica: el dictador coronado se transformó en símbolo revolucionario.

Los intelectuales, sin embargo, no crearon la leyenda imperial, ya que fue obra de las clases populares revolucionarias, paradójicamente, las mismas que habían enviado a sus hijos a morir en las campañas napoleónicas, pero que se sentían incómodas bajo la Restauración del Antiguo Régimen (1815-1830). Mientras el Emperador embarcaba rumbo a su isla en el Atlántico, una grave crisis se abatió sobre Europa perjudicando duramente a las clases trabajadoras y campesinas. Comparando esa situación con la época imperial, ésta no podía dejar de parecer una auténtica edad de oro. Finalmente, ¿no había sido Napoleón el que había sacado a tantos campesinos franceses de sus campos para llevarles a segar laureles de gloria en los campos de batalla? Curiosa manera, pero muy popular entonces, de observar el impuesto de sangre.

Tras la muerte de Napoleón en 1821, cambió también la actitud de los escritores románticos, que hasta entonces le habían sido generalmente hostiles. En esta mudanza pesó, sobre todo, el trágico destino del prisionero de Santa Elena: el mito del Ogro desapareció y fue suplantado por el del héroe griego Prometeo, obligado a acabar sus días encadenado a una negra roca, en medio del océano, por haber querido dar a los hombres el fuego, un secreto de los dioses. Napoleón se convirtió en el Prometeo que había querido conceder a los hombres la libertad y, por ello, había sido castigado. Por medio de su martirio en medio del mar, el emperador había purgado sus pecados como conquistador.

Napoleón se convirtió en el Prometeo que había querido conceder a los hombres la libertad y, por ello, había sido castigado

Pero, entre todas las reacciones que produjo la noticia de la muerte de Napoleón, ninguna habría sorprendido tanto al Emperador como la del Rey de Gran Bretaña, Jorge IV, que le mantuvo alejado de Europa en Santa Elena. Un chambelán anunció al monarca: «¡Majestad, un mensajero!».

Concedió Jorge IV la venia y entró un dignatario, quien consciente de la importancia de la noticia que, por su solo peso podría hacerle pasar a la pequeña historia, adoptó un tono solemne y levantó la barbilla para decir en voz profunda:

«–¡Majestad, vuestro peor enemigo ha muerto!

–¿Qué le ha pasado a mi mujer? –preguntó con una mezcla de alegría y sobresalto el monarca.

–Nada, Sire; quien ha muerto es el Emperador Napoleón».