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Gerd Heidemann (C), reportero de la revista 'Stern', con los cuadernos falsos, en 1983AFP

Una de las mayores mentiras de la Historia: los diarios falsos de Hitler

Su difusión en la revista alemana Stern dio lugar a uno de los mayores escándalos mediáticos de la historia del país germano

Era el año 1983, habían pasado 38 años del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la revista alemana Stern convocó a los medios de comunicación de todo el mundo a una rueda de prensa para anunciar un excepcional descubrimiento: habían encontrado los diarios personales de Adolf Hitler y se disponían a publicar su contenido. Escritos del puño y letra del líder nazi que abarcaban el periodo comprendido entre 1932 y 1945; es decir, entre la inminencia de su llegada al poder y su muerte en el búnker de la cancillería.

Ninguno de los biógrafos del führer había mencionado la existencia de estos diarios personales, pero lo sensacional del descubrimiento ganó la batalla a la duda y la revista logró vender los derechos de aquellos falsos diarios por enormes cantidades de dinero a otros medios. Todo el mundo creyó estar ante una información de valor incalculable, cuando en realidad era la obra maestra de un falsificador.

Gerd Heidemann con 'Stern' y los falsos diarios de HitlerThe New Yorker

Una historia muy bien hilada

Mientras los soviéticos avanzaban sobre Berlín, Hitler celebraba su 56 cumpleaños en el búnker de la Cancillería. Diez días después el führer, uno de los líderes más infames de la historia, decidió suicidarse. Antes de aquel final, el secretario privado de Hitler, Martin Bormann, activó la operación Seraglio, el plan de evacuación del entorno del dictador. Diez aviones despegan rumbo al sur de Alemania; sin embargo, el último avión fue derribado cerca del límite con Checoslovaquia. En él iba abordo el ayuda de cámara del führer, Wilhelm Arndt, a quien le fue confiado por el mismo líder nazi «documentos extremadamente valiosos que mostrarían a la posterioridad la verdad» de sus acciones, o eso es lo que atestigua Hans Baur, piloto personal del dictador, en un libro publicado en 1958. Nunca se supo a ciencia cierta, ni se sabe, cuáles eran esos documentos, pero aquella historia prendió la mecha de la imaginación de uno de los mayores falsificadores de la historia.

Fw 200 Condor Inmelman III uno de los aviones que pilotó Hans BaurBundesarchiv

Se trataba de Konrad Kujau, tenía 25 años cuando comenzó su carrera como falsificador, estando en varias ocasiones en prisión. En 1970 descubrió un filón en la compra y venta de objetos nazis por lo que empezó a adquirir material en la Alemania del Este, algo que estaba prohibido por la legislación del gobierno comunista, y luego lo vendía en el Oeste. Su manera de operar era comprar objetos y falsificar algún documento para incrementar su valor. Así hizo con un casco de la Primera Guerra Mundial que pasó a valer mucho más por una nota apócrifa que aseguraba que había sido usado por Hitler en la trinchera de Ypres.

Viendo las ganancias que obtenía con este tipo de treta, decidió empezar un proyecto mucho más ambicioso: elaborar el diario personal de Hitler. Conocedor del testimonio del piloto personal del dictador alemán, vendió su obra maestra a Fritz Steifel, un coleccionista de reliquias de la Segunda Guerra Mundial. Una vez en su poder se convirtió en la pieza estrella de su colección. En este momento entra en escena el personaje clave de la historia: Gerd Heidemann, periodista veterano de Stern, que por cosas de la vida visita la casa de Steifel en Stuttgart para concretar con él la venta de un yate y acaba teniendo en sus manos ni más ni menos que uno de los diarios personales de Hitler escritos con su «puño y letra».

El coleccionista contó al periodista la historia de aquellos diarios; de cómo fueron a parar a las manos de un oficial de Alemania del Este y que éste a su vez se los había entregado a un hermano anticuario en el Oeste, quien contaría a Steifel la operación Seraglio. Cautivado por aquella historia, Heidemann averiguó que los diarios manuscritos contaban de 26 volúmenes que abarcaban seis meses cada uno a lo largo de los últimos y más importantes años de la vida de Hitler.

Konrad Kujau, delante de una de sus obras de falsificación en 1992GNU-FDL / Creative Commons

El periodista se dio cuenta de que si conseguía los diarios tendría en sus manos la mejor exclusiva de su carrera. A través de sus contactos en el submundo de los coleccionistas de objetos del nazismo pudo saber que el anticuario era de Stuttgart y que se llamaba Peter Fischer (nombre con el que Konrad Kujau firmaba todas sus obras). Ávido de fama, Heidemann le haría llegar un mensaje a dicho anticuario: estaba dispuesto a comprar la colección completa de los diarios para su publicación en Stern. Le ofrecía dos millones de marcos y la garantía de mantener su nombre en el anonimato.

Para acallar las posibles dudas en cuanto a la autenticidad de la historia, el periodista viajó a la zona del accidente del último avión de la operación Seraglio. Allí encontró las tumbas de quienes murieron y dio por cierto el testimonio de Baur: los diarios tenían que ser verdaderos.

La excusa perfecta para su obra maestra

Cuando Kujau recibió la oferta de Stern, contestó a Heidemann que el anonimato era algo necesario pues temía poner en peligro la vida de su hermano militar en la Alemania comunista, el que le había dado los volúmenes. Además, exigió tratar únicamente con Heidemann. Una vez puestas las condiciones, aceptó el dinero y comunicó que la entrega tardaría un par de meses porque los diarios saldrían por contrabando de Alemania Orienta, uno por uno. Una mentira que le ayudaría a ganar el tiempo suficiente para falsificar los 25 volúmenes restantes.

Konrad Kujau, el falsificador de los «Diarios de Hitler»GTRES

Los siguientes meses Kujau interpretaría a Hitler para escribir sus diarios con la ayuda de un libro que recopilaba los discursos del führer entre 1932 y 1945. El proceso de falsificación fue el siguiente: primero realizaba un borrador a lápiz y luego pasaba el texto en tinta al diario, en volúmenes que no superaban las mil palabras, y en una caligrafía poco legible. También se preocupó de mojar las hojas de los cuadernos con té para simular el paso de los años. Con todos los volúmenes acabados y entregados a la revista, esta compró el material en nueve millones de marcos con la esperanza de sacar un enorme beneficio con la venta de los derechos a otros medios.

Al poco tiempo de que la revista Stern anunciase la existencia de los diarios en abril de 1983, muchos historiadores salieron a cuestionar la autenticidad de aquellos textos. El primero en discrepar acerca de su autenticidad fue David Irving quien notó que había errores de ortografía y cambios en el estilo de un diario a otro. Sin embargo, un respetado historiador y uno de los expertos sobre la Segunda Guerra Mundial, Hugh Trevor-Roper, validó junto a otros historiadores alemanes de renombre, la autenticidad de aquellos diarios: «Puedo decir con satisfacción que estos documentos son auténticos; que la historia sobre su paradero desde 1945 es cierta; y que la forma en la que se narra actualmente los hábitos de escritura y la personalidad de Hitler, e incluso quizás algunos de sus actos públicos, deben ser, en consecuencia, revisados», declaró de manera arriesgada pues se estaba a la espera de los resultados del análisis de los diarios. La verdad detrás de sus declaraciones era que colaboraba en The Sunday Times, diario que había obtenido la exclusiva para publicar los diarios en inglés.

Se destapa la verdad

El informe fue demoledor. Los tres volúmenes que la revista había cedido para su análisis contenían trazas de poliamida 6, un tejido sintético inventado en 1938 y que no se había comercializado hasta 1943. El blanqueador y las fibras del papel eran de la posguerra. Además, se pudo comprobar cuál era el libro usado por Kujau dado que había copiado los mismos errores históricos que figuraban en Discursos y proclamas de Hitler, 1932-1945 de Max Domarus.

Todo estaba perdido, así que Kujau decidió hablar. Aseguró que el periodista estaba al tanto de la estafa y escribió su confesión con la caligrafía de los diarios. Tanto periodista como falsificador fueron a juicio en agosto de 1984: la sentencia determinó cuatro años y medio de cárcel. La codicia de ambos les llevó a protagonizar uno de los escándalos más mediáticos de la historia.