Dinastías y poder
Cuando la Reina Victoria Eugenia visitó Jartum
Los viajes turísticos a «tierras exóticas» comenzaban a ponerse de moda entre las clases pudientes que gozaban, en todo el trayecto, de espléndidas comodidades
Hoy es una ciudad en conflicto en un país al borde de la guerra civil. Pero hubo un tiempo en el que Sudán se convirtió en uno de los destinos turísticos favoritos de la realeza y las grandes dinastías de Europa. En 1904 la abuela de don Juan Carlos, realizó un fabuloso viaje que la llevó a conocer las tierras del Nilo. Lo hizo acompañada de su madre, la princesa Beatriz de Battemberg y su prima, Beatriz de Sajonia-Coburgo. Eran la familia del soberano Eduardo VII: nada menos que su hermana y sus sobrinas, así que fueron recibidas como grandes altezas reales y tratadas con las distinciones propias de su condición.
Hacía apenas dos años que Eduardo VII había sido coronado Rey de Inglaterra y la sombra de su madre era todavía demasiado alargada. En un momento en el que las tensiones territoriales empezaban a amenazar la paz, el jedive de Egipto –la autoridad administrativa nativa– tuvo una idea que resultó genial: invitar a varios familiares del soberano a visitar sus tierras para ganar los afectos de Familia Real. Egipto era desde 1882 parte del Imperio, una especie de régimen colonial como importante centro de comunicaciones. El descalabro económico de los franceses en el canal de Suez había provocado su paso a manos de los ingleses en forma de protectorado. La expansión hacia el sur de los Ejércitos Imperiales había llevado a grandes gestas frente a los nacionalistas sudaneses del Mahdi a finales del XIX, pero entonces el territorio estaba prácticamente pacificado.
Viaje turístico
La invitada resultó ser la Princesa Beatriz, menor de las hijas de la Reina Victoria y por tanto hermana del Rey. Su marido, Enrique de Battemberg, oficial de la Armada Imperial, había fallecido en 1896 víctima de la malaria en Sierra Leona, y su viuda no gozaba del mismo dispendio que otros miembros de la corte en Buckingham. En esos días, los viajes turísticos a «tierras exóticas» comenzaban a ponerse de moda entre las clases pudientes que gozaban, en todo el trayecto, de espléndidas comodidades. Le acompañaría uno de sus hijos, Leopoldo –aquejado de hemofilia–, su hija Victoria Eugenia, Ena, entonces con dieciséis años y una joven sobrina, Bee, hija del difunto Alfredo de Edimburgo, que se estaba recuperando de un desamor. Su primo, el gran duque Miguel Romanov, le acababa de dar calabazas.
Embarcaron en el vapor Moldavia en Tilbury Docks, el principal puerto de Londres, a comienzos de diciembre de 1903. La primera escala la hicieron en Marsella, donde arribaron después de un fuerte temporal en el golfo de Vizcaya. Una semana después, llegaron a Alejandría, situada en el lado más occidental del delta del Nilo. Músicas, banderas y un desfile de subalternos con sus tarbuch rojos los esperaban en el muelle. Dos jornadas después entraron en El Cairo, la capital administrativa del dominio británico. Una comitiva presidida por el propio jedive las agasajó con un exotismo sin precedentes. Atravesaron el hermoso Kasr-en Nile Bridge, una estructura de un cuarto de milla de largo que separaba la bulliciosa zona del puerto, del elitista barrio de Zamalek.
Se alojaron en el Guezira Palace, fabuloso hotel construido para la Emperatriz Eugenia de Montijo cuando inauguró el canal en 1869. Era un antiguo palacio real en tres plantas, que acababa de pasar a formar parte de la prestigiosa Compagnie Internationale des Grans Hotels, la compañía responsable del Orient Express. Desde entonces, se había convertido en un referente de lujo para los viajeros europeos: molduras, chimeneas de oynx, lapis-lazuli y mármoles de colores. Las habitaciones disponían de luz eléctrica y techos altos que garantizaban buena ventilación. El hotel estaba dirigido por Monsiere Louis Steinchneider, quien incidía en las ventajas que ofrecía encontrase a pocos minutos del selecto Khedival Sporting Club, con sus magníficas instalaciones para la práctica del golf, polo, tenis, criquet y hasta un «English race-horse».
La comitiva visitó las pirámides y realizó un crucero en una embarcación de vapor, la más opulenta de las que surcaban el Nilo: desde hacía una década, una compañía de viajes inglesa había empezado a poner de moda este destino. Se viajaba en temporada alta, en el invierno, buscando un clima benigno para recorrer el río en diciembre, cuando el caudal no cubría la isla de Filé y podía visitarse el templo de Isis. Después de varios días de navegación, llegaron a Luxor, la antigua Tebas, capital de los faraones en la cúspide de su poder. Viajaron hasta Karnak y vieron cómo se montaban los campamentos de los exploradores que empezaban a explotar el Valle de los Reyes. En ese punto se unió al grupo el gobernador general de la colonia, sir Francis Reginald Wingate, quien atesoraba un inigualable prestigio como militar.
Ya en expedición terrestre, los viajeros siguieron hasta Asuán y llegaron a Jartum, en pleno Sudán, el mismo lugar en el que habían caído prisionero el general Gordon. Allí conocieron al célebre Slatin Pasha, quien les relató cómo en 1895 había conseguido escapar de los mahdistas después de once años de cruel cautiverio. Nilo arriba visitaron Halfa, donde se erigía, imponente, Abu Simbel. El templo escarbado en la roca, en su original emplazamiento en Nubia, era «lo más bonito que se puede ver», escribirá Beatriz de Sajonia-Coburgo a su tía-abuela Alejandrina de Baden. Desde Luxor cabalgaron durante varios días para conocer el mar Rojo, acampando en tiendas que la servidumbre instalaba cerca de los pozos.
Regresaron a El Cairo tras dos meses de viaje. De nuevo el jedive les esperaba con honores, aunque Victoria Eugenia, su prima y su madre, agradecieron el confort que ofrecían las habitaciones del extraordinario Guezira Palace Hotel.