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Abdul Aziz I, sultán del Imperio otomano

Picotazos de historia

Los caprichos del sultán Abdul Aziz I

En su viaje por Europa descubrió maravillas que jamás hubiera imaginado y, como un niño caprichoso, lo quería todo y lo quería ya

Abdul Aziz I (1830 – 1876) fue sultán del Imperio otomano. Era un individuo enorme, de gran envergadura y cercano a los 120 kilogramos de peso. Después de la guerra de Crimea (1853 – 6) el Imperio turco pasó a ser país amigo de los imperios británico y francés y fue tratado con mayor miramiento. En 1867, Abdul Aziz I, fue invitado a la Exposición Universal de Londres y pasó por París en el viaje de vuelta. Fue el primer sultán que viajó fuera de su imperio.

Esta visita, concebida como una manera de estrechar lazos políticos y comerciales, tuvo un desastroso efecto a la larga. Y es que Abdul Aziz, además de un individuo enorme con apetitos proporcionales a su tamaño (podía comerse veinte huevos fritos en el desayuno y en su serrallo tenía más de novecientas concubinas) era una personalidad caprichosa e inestable, como muchos de sus predecesores de la dinastía osmailí. Bien es cierto que carecía de la maníaca crueldad de otros sultanes pero esto no hacía que estuviera más cuerdo que ellos. Su locura de tipo amable, incluso bondadosa, podía ser mucho más peligrosa para el estado: era pródigo, un derrochador nato y patológico. En su viaje por Europa descubrió maravillas que jamás hubiera imaginado y, como un niño caprichoso, lo quería todo y lo quería ya.

El sultán Abdulaziz, acompañado por el emperador Napoleón III, llega a París en 1867

En Londres hizo una entrada triunfal en su primer acto, en el Guildhall, ya que se presentó sobre un hermoso destrero blanco, con un fez cuajado de diamantes cubriendo su cabeza y una túnica tan recargada de condecoraciones que hubiera sido la envidia de un general de Corea del Norte. Abdul Aziz compró pianos –no tenía ni idea de como se tocaba el instrumento– por docenas para adornar sus palacios; locomotoras para un imperio que apenas tenía unos pocos kilómetros de líneas férreas y prácticamente nadie que supiera manejar y mantener las máquinas y encargó la construcción de modernos barcos de guerra, con idea de reformar la armada. Frente a semejantes gastos, el coste de un séquito de más de trescientas personas (sin contar a treinta concubinas de su harén) o que su madre comprara cincuenta vestidos diarios entre los mejores modistos de París, era el chocolate del loro.

Su locura de tipo amable, incluso bondadosa, podía ser mucho más peligrosa para el estado: era pródigo, un derrochador nato y patológico

De vuelta en Estambul reformó sus palacios, acondicionándolos con las maravillas que había descubierto en occidente, pero sin despedir a ninguno de los más de cinco mil sirvientes que los atendían o alguno de los cuatrocientos tañedores de instrumentos que tenía en nómina. Para mejorar la educación de sus súbditos y elevarla a niveles europeos, se involucró personalmente.

Reescribió el mismo los textos de historia suprimiendo cualquier referencia al cristianismo o cualquiera cosa que sonara a derrota turca. Creó un vació de veinticinco años en la historia de Francia al desaparecer todo suceso desde 1789 hasta 1815. Ordenó que todos los documentos se escribieran en tinta roja –no le gustaba la negra–, lo que incluía el reescribir todos los documentos existentes en los archivos, con el consiguiente colapso de la administración. Un inocente juego del que disfrutaba como un chiquillo consistía en soltar gallinas por palacio y perseguirlas hasta atraparlas. Aquella que se mostraba más elusiva, más difícil de atrapar, era condecorada con la orden de Osmanieh (la segunda condecoración más importante del imperio y creación del propio Abdul Aziz), así que no era raro encontrarse en el palacio a uno de esos bichos paseándose con la brillante condecoración colgando de su cuello.

Muerte de Abdulaziz (1876), representación imaginaria del artista francés Victor Masson (1849-1917)

Con el país prácticamente en la bancarrota, Abdul Aziz I fue depuesto por una revuelta palatina en 1876. Aterrado, viviendo en un mundo de sospechas y paranoias, el golpe de estado empeoró un débil equilibrio mental. A los pocos días de su detención, el ex sultán se suicidó abriéndose las venas con unas tijeras. Un triste fin para un pobre niño rico.