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Miembros del Gobierno de Flensburgo arrestados por los británicos el 23 de mayo

El Gobierno de Flensburgo, el último reducto de la Alemania Nazi tras el fin de Hitler

Dönitz resistió tres semanas desde el suicidio del führer: nada pudo hacer salvo aceptar la rendición incondicional

El Tercer Reich fue jurídicamente disuelto por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial el 5 de junio. En los hechos, dos semanas antes: eran las diez de la mañana del 23 de mayo de 1945 cuando unos soldados británicos irrumpieron en la Academia Naval de Flensburgo, en la costa báltica, y detuvieron a la cúpula del «Gobierno de gestión de los Asuntos del Reich», empezando por su mandamás, el gran almirante Karl Dönitz, sucesor designado por el mismísimo Adolf Hitler antes de suicidarse.

A los detenidos se les despojó de su documentación y de sus objetos de valor, antes, según escribe Volker Ullrich en Ocho días de mayo, «de ser obligados a desfilar en el patio ante los fotógrafos con los brazos en alto y con las manos cruzadas detrás de la nuca».

Tarjeta de identificación del almirante Dönitz por el ejército estadounidense el 23 de junio de 1945

La humillante escena supuso el desenlace lógico de una aventura abocada al fracaso desde el mismo momento de su inicio, el 1 de mayo de 1945. En la madrugada de aquel día, Dönitz, creyendo que Hitler aún estaba vivo –se había suicidado la víspera– envió desde Plön el norte de Alemania, a la Cancillería del Reich un telegrama en el que aseguraba al führer su «fidelidad incondicional», mostrándose, además, dispuesto a sacarle de Berlín. Una operación de imposible cumplimiento en una ciudad cercada por las tropas soviéticas.

Führer por tres semanas

Dönitz, sin embargo, añadía: «no obstante, si el destino me obliga a dirigir el Reich alemán como su sucesor, designado por usted, llevaré esta guerra hasta el final, como exige la heroica lucha del pueblo alemán». La condición se dio a las 15:18, momento en el que Dönitz se enteró de la muerte de Hitler. Esa misma noche, dirigió su primer mensaje radiofónico, cuyo alcance fue mínimo en un país cuya ocupación por parte, principalmente, de soviéticos, norteamericanos y británicos avanzaba a pasos agigantados.

Nada de esto impidió al gran almirante proclamar en las ondas que su primera tarea consistía en «salvar a los alemanes de la aniquilación a mano del enemigo bolchevique en constante avance. Solo con ese fin continúan las operaciones militares». Dönitz persistió en la bravuconada al afirmar que, «mientras los británicos y estadounidenses nos impidan la consecución de ese objetivo, nos veremos obligados a seguir defendiéndonos y a continuar combatiendo también contra ellos».

De entrada, los angloamericanos no estaban en absoluto por la labor de embarcarse en una aventura contra el Ejército Rojo. Asimismo, para la «consecución de ese objetivo», Dönitz tendría que haber contado con la plena lealtad de lo que quedaba de las fuerzas armadas. Misión imposible: fracasó al querer relevar al mariscal Wilhelm Keitel de la jefatura del Alto Mando, mientras que el general Alfred Jodl le hizo saber que no estaba a su disposición como jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra.

Albert Speer (izquierda), Karl Dönitz (centro) y Alfred Jodl (derecha) tras su detención

Otra muestra de la mermada autoridad de Dönitz se produjo con motivo del cese de Heinrich Himmler: tres días tardó en materializarse, del 4 al 6 de mayo. Quien aún compaginaba los cargos de jefe de la Policía y comandante en jefe del Ejército de Reserva rechazó tres versiones del comunicado oficial. Solo la primera capitulación, acaecida el 4 de mayo ante el mariscal británico sir Bernard Montgomery, y el consiguiente empeoramiento de una situación que ya era crítica, permitieron al gran almirante desprenderse de Himmler de una vez por todas.

Lo que de verdad necesitaba Dönitz para recuperar algo de crédito, era un Gobierno para, por lo menos, entablar unas negociaciones con los vencedores que le facilitasen una rendición mínimamente honorable.

La composición del «Gobierno de gestión de los Asuntos del Reich», que solo tenía autoridad en parte de la zona septentrional de Alemania –el gran almirante se había trasladado a Flensburgo el 2 de mayo ante el imparable avance de las tropas de Montgomery– fue laboriosa: la primera decisión que tomó Dönitz fue nombrar «ministro principal» y titular de Asuntos Exteriores al conde Lütz Schwerin Von Krosigk, ministro de Finanzas del Tercer Reich desde el primer día hasta el último, y representante del sector más moderado, si es que se le puede calificar así, de un régimen que se caía a pedazos.

Todos los intentos de Dönitz y los suyos de salvar la cara ante los Aliados fueron en vano

El resto de los miembros eran nazis sin escrúpulos. Interior y Cultura recayó en Wilhelm Stuckart, un frío tecnócrata que contribuyó a elaborar las Leyes de Nuremberg, base jurídica de las persecuciones antijudías, y participante en la Conferencia de Wannsee, celebrada a principios de 1942, en la que se decretó la «solución final», es decir, la exterminación de todos los judíos de Europa. De la Economía se encargó Otto Ohlendorf: precisa Volker Ullrich que este Gruppenführer de las SS, «había dirigido, desde el comienzo de la Operación Barbarroja, en junio de 1941, y hasta junio de 1942, la Einssatzgruppe D, [grupo operativo de las SS] encargada de actuar en el sur de la Unión Soviética y responsable del asesinato de noventa mil personas». Y así sucesivamente hasta una decena de ministros.

Como era de esperar, el «Gobierno de gestión de los Asuntos del Reich» –que celebraba reuniones a diario– no expresó remordimiento alguno por la Segunda Guerra Mundial. Lo que no facilitaba las negociaciones de una capitulación incondicional. Todos los intentos de Dönitz y los suyos de salvar la cara ante los Aliados fueron en vano. Y si el «Gobierno de gestión de los Asuntos del Reich» aguantó dos semanas fue por que, en palabras de Winston Churchill, «tiene que haber alguna autoridad que dicte las órdenes a las cuales los alemanes estén dispuestos a obedecer».