70 años del Concordato entre Pío XII y Franco
El documento, suscrito tras 14 años de arduas negociaciones entre Roma y Madrid, reguló las relaciones entre Iglesia y Estado hasta 1979
El 27 de agosto de 1953, el arzobispo Domenico Tardini, prosecretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, y Alberto Martín Artajo, ministro de Asuntos Exteriores, asistido por el embajador de España ante la Santa Sede, Fernando Castiella, firmaron en Roma el nuevo Concordato entre ambos Estados, que sustituía al de 1851.
La Iglesia se aseguraba, en primer lugar, la protección oficial de la religión, la garantía de su personalidad y derechos inherentes, la sanción de los días festivos religiosos y la inviolabilidad de los lugares sagrados. En segundo lugar, el reconocimiento de un estatuto del clero, que llevaba consigo la incompatibilidad de cargos civiles y del servicio militar, privilegio del fuero, la protección del hábito religioso y el reconocimiento y dotación de sus centros formativos. En tercer lugar, el reconocimiento y prescripción de la forma canónica del matrimonio para los católicos y de la competencia de la autoridad católica sobre el mismo.
En cuarto lugar, la enseñanza de la religión y conformidad a esta de toda la enseñanza de los centros docentes; en quinto lugar, la garantía de la asistencia religiosa y culto católico a las fuerzas armadas y en los establecimientos públicos y privados; en sexto lugar, la dotación económica del culto y clero, así como exenciones diversas de impuestos y contribuciones.
Por su parte, el Estado obtenía la competencia de intervención en la organización personal de la Iglesia, es decir, nombramientos de obispos y ministros sagrados; también en la organización territorial, a través de la coincidencia de los límites diocesanos con los provinciales, lo cual se intentó, pero no se consiguió plenamente, así como la erección e innovación de parroquias a efectos económicos. Por último, el Estado se beneficiaba del rezo de preces por la magistratura suprema de la Nación, es decir, por el Generalísimo.
Una firma sin enfrentamientos
Así lo expone monseñor Vicente Cárcel Ortí en Pío XII y España según los documentos de los Archivos Vaticanos, libro de reciente aparición. «La firma de este Concordato», añade el historiador que probablemente más ha estudiado los entresijos de las relaciones entre Madrid y Roma, «no siguió a enfrentamientos mutuos, ni respondió a necesidades perentorias mutuas. En este sentido constituyó una novedad en la historia de los Concordatos». Mas el mismo historiador demuestra, apoyándose en una abundante documentación, que la firma de hace setenta años fue la culminación de un proceso más complejo de lo que pudiera parecer por la simbiosis doctrinal y moral que, en apariencia, podía existir entre la España de Francisco Franco y el Vaticano de Pío XII.
La primera pregunta que plantea monseñor Cárcel es por qué hubieron de transcurrir más de catorce años entre el final de la Guerra Civil y la firma del Concordato. El historiador señala como algunas de las causas –sin que la considere exhaustivas o definitivas– a las divergencias existentes, por una parte, en el seno del Episcopado, y por otra, dentro del estamento diplomático español. En relación con las primeras, existía, por ejemplo, una diferencia de pareceres entre los partidarios de un alineamiento total de la Iglesia con el Régimen y otros, como el cardenal arzobispo de Sevilla, Pedro Segura, para quien la Iglesia «necesitaba y reclamaba independencia en relación con el Estado y no vinculación al mismo, como había sido norma en la tradicional Monarquía católica», según escribe monseñor Cárcel.
En ámbitos diplomáticos se percibían ciertas reservas, expresadas por José de Yanguas Messía, embajador de España ante la Santa Sede durante el primer franquismo, acerca de la conveniencia de negociar un nuevo Concordato. Asimismo, y pese a las buenas relaciones entre Madrid y Roma, seguían activos, dentro de la Secretaría de Estado, sectores favorables a un cambio de régimen en España.
Fue el buen hacer de Joaquín Ruiz-Giménez, embajador de España ante la Santa Sede entre 1948 y 1951, el que permitió la superación de recelos y dificultades. Ruiz-Giménez se llevó bien desde el principio con Tardini y con otro arzobispo influyente de la Curia, monseñor Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI, y con el mismo Papa. Mientras, en España se seguía aplicando el Convenio de 1941, acuerdo que precedió al Concordato; y se iban, por ejemplo, erigiendo nuevas diócesis como las de Bilbao, San Sebastián y Albacete.
El inicio del desbloqueo se produjo a partir de 1950. Más precisamente a raíz de una audiencia de Ruiz-Giménez con Pío XII, celebrada el 10 de febrero de aquel año. A su salida del Palacio Apostólico, el embajador envió un telegrama a Martín Artajo en el que anunciaba que enviará por «valija [diplomática] para conocimiento de S.E. el jefe del Estado y de V.E.». A finales de 1950, la embajada ya disponía de un primer borrador procedente de Secretaría de Estado. Algo sesgado, por lo que lo devolvió. Pero las negociaciones no se interrumpieron.
Ruiz-Giménez recomendó máxima discreción. Mensaje recibido en Madrid: Franco formó un grupo informal de cinco ministros, «cinco cristianos», según su propia expresión, para que fueran estudiando los distintos avances. Cuando el documento devino definitivo, fue enviado a los obispos españoles, que lo aprobaron en aplastante mayoría. La excepción fue, de nuevo, Segura (años más tarde sería el cardenal Vicente Enrique y Tarancón quien haría un balance agridulce de la aplicación del Concordato). En los despachos vaticanos también se fueron disipando las últimas objeciones.
Monseñor Cárcel señala que el Gobierno de España quería que [el Concordato] «fuera un instrumento y un medio cordial de entendimiento entre la Iglesia y el Estado, un factor validísimo para que los españoles pudieran cumplir sus deberes como ciudadanos y como católicos y un motivo para ellos de profunda satisfacción moral». El Gobierno obtuvo satisfacción, teniendo en cuenta lo que era la España de aquella época.