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'El combate entre don Carnal y doña Cuaresma' de Brueghel

La Gran Guerra Irmandiña: la revuelta antifeudal más importante de la Galicia medieval

Galicia entre los siglo XV y XVI fue un territorio sometido a la voluntad de unos cuantos señores feudales que hacían y deshacían a su antojo

Desde mediados del siglo XV hasta el XVI, Galicia fue un territorio sometido a la voluntad de unos cuantos señores feudales que hacían y deshacían a su antojo. Se los ha llamado «los condes locos» y tuvieron antecedente en «los condes bandoleros» del siglo XII, entre ellos Munio Peláez conde de Monterroso, partidario de la reina Urraca y antecedente de los grandes señores feudales gallegos. Actuaban contra los habitantes de sus feudos sin piedad, con robos, incendios, mutilaciones, talas, prisiones y asesinatos sin más ley que su arbitrio.

De igual manera se comportaban con la iglesia, usurpando bienes y rentas. Y contra el rey al que menoscaban los impuestos. Llegó a tal grado la anarquía que el Papa Calixto III, en una bula de 4 de mayo de 1455, promulgó severas penas contra los perpetradores de estas acciones.

Tenía sentido la Bula porque los principales opositores de los condes eran los clérigos, cuyo poder temporal, que incluía huestes armadas, era el único que podía oponérseles. Pero no les fue bien.

El mismo arzobispo de Santiago, el famoso Alonso de Fonseca, fue encarcelado por el conde de Altamira. Solo pudo resistir el obispo de Tui gracias al auxilio de su hermano el conde de Benavente. No eran guerras de religión, era la simple lucha por el poder y la riqueza. Y los mismos señores rompían alianzas y combatían entre ellos cuando llegaba la ocasión. Todo era contingencia.

La primera gran revuelta popular de Europa

En este clima de anarquía surgió una sublevación llamada de los Irmandiños, entre 1467 y 1469, en la que se aliaron burgueses y clérigos y en la que el conde de Lemos obtuvo autorización del rey Enrique IV para ponerse al frente de esa revuelta antiseñorial. Se trató de combatir unas injusticias cometiendo otras. Destruyeron alrededor de 130 castillos y tomaron ciudades y lugares. Algunos nobles consiguieron huir y organizar la revancha. Desde Portugal Pedro Álvarez de Sotomayor, conde de Camiña conocido como Pedro Madruga, se alió esta vez con el arzobispo Fonseca, y consiguió vencer a los irmandiños cerca de Santiago, en Framela. La venganza estaba cantada. Hubo castigos, indemnizaciones, a los vencidos que fueron obligados a levantar los castillos. El poder señorial volvió con fuerza.

Por reclamaciones de tierras, los señores volvieron a enfrentarse en dos bandos y esta vez el arzobispo fue enemigo de Pedro Madruga. Los dos volvieron a unirse para seguir el partido de Juana la Beltraneja en 1475. Otros nobles, encabezados por el conde de Benavente, defendieron a los Reyes Católicos. Madruga fue hecho preso y entregado al rey de Portugal, pero volvió con ira renovada.

Se había llegado a un estado de desorden e insumisión tal que los Reyes Católicos decidieron intervenir para acabar con esa situación. Organizaron a sus partidarios y mandaron dos delegados: Fernando de Acuña, como gobernador, y Garci López de Chinchilla, como corregidor. Se llevaron 300 jinetes escogidos al mando de Luis Mudarra. Se buscaba pacificar el territorio e instaurar el orden público. Era una especie de ocupación militar, en palabras de García Oro.

El hombre de Estado

Acuña representaba al hombre de Estado, con todas las precauciones que deben tenerse al usar este término en el siglo XV. Fue hijo del conde de Buendía y doncel de los reyes Juan II y Enrique IV. Hombre cortesano, perteneciente al Consejo de los Reyes. Acabó sus días como virrey de Sicilia. Asumía un nuevo modo de hacer política, la preponderancia del poder real sobre el feudal que propugnaba el rey Fernando, modelo de príncipe para Maquiavelo.

Acuña tuvo la habilidad de aliarse con algunos nobles como los condes de Camiña y Altamira y el mariscal Suero Gómez de Sotomayor contra el arzobispo Fonseca, cuya conducta preocupaba en la Corte, aunque las alianzas en esa época y lugar eran algo pasajero. Acuña tomó las fortificaciones de Santiago pero los reyes, que sabían que el arzobispo era un isabelino acérrimo y que no querían predisponerse contra la Iglesia, obligaron a Acuña a dar marcha atrás. Entonces se volvió contra las nuevas fortalezas levantadas en lugares que no les correspondían, obligando a derruir al menos 46. En ese momento, frente a los quejosos nobles, tuvo que aliarse con la reconstituida Santa Hermandad que puso bajo su mando.

Convocó a los personeros de lugares, villas y ciudades y, en una especie de Cortes gallegas, redactaron 35 pedimentos al rey. Entre ellas, la destrucción de fortalezas que no fueran cabeza de merindad, unificación de pesos y medidas, y otras como enviar a los rebeldes a la guerra de Granada en vez de castigarlos. La actitud de Acuña oponiéndose al poder de los señores fue apreciada por el pueblo. Hernando del Pulgar asegura que pacificaron Galicia en año y medio. En realidad hubo que esperar algunos años más, pero sentaron las bases.

Tenía también la encomienda de impartir justicia y abocar todas las causas pendientes, juzgar sin apelación y nombrar jueces y corregidores. El peor enemigo del enviado real fue el mariscal Pedro Pardo de Cela, hombre que no reconocía a la reina Isabel y que mantenía en su poder los bienes del obispado de Mondoñedo. Lo juzgaron en rebeldía condenándolo a muerte y confiscando sus bienes. Fue capturado por los hombres de Mudarra el 7 de diciembre de 1483 y ejecutado diez días después. Acuña fue inflexible ante las peticiones de clemencia y ofrecimiento de dinero. Esta ejecución produjo el desagrado de los nobles y la Corona temió una nueva alianza contra los reyes, por lo que se dispuso su relevo en 1484.

Allanado el camino, los Reyes Católicos visitaron Galicia en otoño de 1486. Trataron de alejar a los nobles, ofreciéndoles cargos en la corte y llevándolos a Granada. Continuaron con su labor de unificación creando la Real Audiencia de Galicia, confirmaron los privilegios de las ciudades y nombraron corregidores. También dictaron normas de seguridad. No pudieron, sin embargo, acabar con todos los privilegios feudales y quedaron algunos tributos, imposiciones, serventías y nombramiento de justicias. Pero fueron marcando el camino hacia el Estado moderno.