Durante muchos años la Terra Australis Incógnita (la Antártida) había permanecido como un territorio desconocido hasta que en 1603 el navegante español Gabriel de Castilla avistó aquella silueta montañosa y blanca perdida en las latitudes más meridionales que evocaba historias de fantasmas y tenebrosas leyendas. Ingresó muy joven a la profesión de armas lo que le llevó a participar en diversas expediciones en el continente americano en plena expansión española por el Nuevo Mundo y a bordo del San Francisco, realizaría un papel importante en el reconocimiento de parte del territorio de Chile. En 1603, su primo, el virrey de Perú, Luis de Velasco, le encomendaría la misión de proteger las costas de Chile contra los ataques de los corsarios, que por aquel entonces se encontraban infestados por piratas holandeses, sobre todo.
Partiría desde Valparaíso al mando de tres navíos. Una fuerte tormenta le obligó a salir de su ruta empujándole al sur, más allá de la latitud que años atrás, en 1525, había alcanzado su compatriota Francisco de Hoces con
el San Lesmes.
En documento histórico recogido en el Archivo de Simancas, y con copia en la biblioteca del almirantazgo holandés, Laurenz Claesz, componente de la tripulación de la nave de la Corona Española (Carlos V era rey de España desde 1516) cita textualmente, «se vislumbraron unas islas cubiertas de nieve, que por la situación geográfica (64 grados de latitud sur)…». De esta manera, el marino palentino y los doscientos hombres que componían la tripulación se convirtieron en los primeros avistadores de la Antártida.