250 años
Jorge Juan y su última misión: Carlos III le encomienda la embajada extraordinaria de Marruecos
Este marino, científico y diplomático fue una de las personalidades más relevantes del siglo XVIII español, un ilustrado inteligente y laborioso al servicio del Estado
Se cumplen 250 años de la muerte de Jorge Juan Santacilia. Una exposición en el Museo Naval de Madrid, inaugurada por el Rey, lo recuerda. Lo raro es que haya que recordarlo por la efeméride y que su memoria no esté siempre presente entre los españoles. Este marino, científico y diplomático fue una de las personalidades más relevantes del siglo XVIII español, un ilustrado inteligente y laborioso al servicio del Estado.
Participó en la guerra de Orán, estuvo en Guayaquil y Callao preparando las defensas contra una invasión inglesa, dio escolta al Rey Carlos III cuando venía desde Nápoles a coronarse en España, fue profesor de la Escuela de guardiamarinas y, para la enseñanza, publicó sus obras Lecciones náuticas (1756) y Compendio de Navegación para el uso de los Cavalleros Guardias-Marinas (1757).
Muy importante fue también su labor científica, realizada en colaboración con el también marino Alejandro de Ulloa, sobre mediciones geodésicas del arco del meridiano de la Tierra en colaboración con científicos franceses que demostraron, entre otras cosas, el achatamiento en los polos. Con el apoyo del Marqués de la Ensenada, pudieron realizar observaciones astronómicas que reflejaron en obras como Observaciones astronómicas, y physicas, hechas de orden de S. M.
Embajador extraordinario en Marruecos
Pero hay una labor en su vida, en principio ajena a su formación militar y científica, que merece ser resaltada. Fue la última misión importante de su carrera de servidor público. Era tal la confianza que el Rey Carlos III tenía en la valía de Jorge Juan que, en 1767, lo nombró embajador extraordinario en Marruecos. De lo que le ocurrió en los seis meses que duró su cometido dejó constancia en un diario manuscrito estudiado con detalle por Vicente Rodríguez Casado en su libro Jorge Juan en la Corte de Marruecos (1941).
Cuando Carlos III accedió al trono español, el problema mediterráneo de confrontación con turcos y moros, inseguridad en la navegación y peligro para las personas y el comercio seguía vivo. Hasta ese momento, la solución fue siempre la guerra y la posesión de puntos en el continente africano para mantener alejada la piratería y garantizar la seguridad en las costas españolas.
El Rey, que venía lleno de nuevas ideas sobre la política y el gobierno, entendió que esa manera de ver las relaciones internacionales era una fuente inagotable de conflictos. Así que, sin abandonar las políticas anteriores optó por abrir la vía diplomática, en la medida y con el país en que esto era posible. Marruecos ya tenía convenios con otros países europeos y era el más asequible a la negociación, por su situación y porque no participaba de la violencia marítima otomana.
Es justo señalar que fue el sultán marroquí Sidi Mohamed Ben Abd Allah, un hombre partidario de las relaciones pacíficas, el que inicio el proceso enviando a un embajador a Madrid. Era este un hombre también extraordinario, Sidi Ahmet el Gazel. Y para completar, contó con la colaboración de un franciscano español, que había residido en las misiones marroquíes de la orden, el padre Bartolomé Girón de la Concepción.
El Rey encargó a Jorge Juan que recibiera a los enviados y, desde ese momento, quedaba nombrado embajador extraordinario para devolver la visita y firmar un tratado. No era del todo extraño si tenemos en cuenta que gran parte del mismo está referido a la navegación.
El marino español llegó a Tetuán el 20 de febrero de 1767 y permaneció en la ciudad hasta el 13 de abril. No estaba solo, le acompañaba el Gazel, lo que indica que en esos días se fueron ajustando los términos del convenio que ambos tenían la encomienda de preparar. Además, Jorge Juan fue obsequiado de la mejor manera y conoció la ciudad, los alrededores y la cultura del país.
Todo ello lo reflejó en su diario, dejando noticias sobre la vida ciudadana en todas las facetas. El 13 de abril en los caballos de silla, mulas y camellos enviados por el Emperador con un acompañamiento de 285 cautivos que el Rey español liberaba como gesto de buena voluntad y cincuenta soldados de caballería, salieron de la ciudad rumbo a Tánger.
Seis meses y medio de embajada
Siguieron a Larache, La Mamora (Mehdia), Salé y Rabat, donde se unió a la comitiva los funcionarios imperiales enviados para acompañar el último tramo del viaje que los llevaría hasta Fedala, Chauia, Marrakech donde se encontraría con el sultán y Mogador para embarcar de vuelta a España. El 16 de mayo, el Emperador recibió al embajador español. Jorge Juan desempeñó su comisión durante seis meses y medio. El resultado fue el Tratado de Paz y Comercio firmado en Marrakech, el día 28 de mayo, constaba de 19 artículos.
El acuerdo resultó satisfactorio, pero no cumplió todas las expectativas españolas. Resultado del convenio fue la apertura de varios puertos marroquíes a los europeos, el establecimiento de consulados en esas ciudades abiertas y una amplia libertad de pesca. No se obtuvo autorización para establecer una factoría frente a Canarias (la antigua Santa Cruz de Mar Pequeña), ni para ampliar el campo exterior de Ceuta y Melilla. Aunque se aseguró la devolución inmediata de los presidiarios españoles evadidos a Marruecos y de los marroquíes refugiados en las plazas españolas.
Sin embargo, el sultán rompió pronto la paz. El deseo de recuperar los enclaves europeos en Marruecos lo llevó a atacar y recuperar en 1769 el enclave portugués de Mazagán (El Jadida) y propició el hostigamiento a las plazas españolas. El Gobierno español vio en estos actos el deseo del sultán de romper lo dispuesto en el tratado de 1767. Cuando el sultán decidió atacar el peñón de Vélez de la Gomera, España le declaró la guerra el 23 de octubre de 1774.
Después se presentó con un ejército ante los muros de Melilla. Poco duró el acuerdo, pero fue un excelente ensayo de concordia inteligentemente liderado por Jorge Juan. Antecedente sin el que no hubiera sido posible el Tratado de 1 de mayo de 1799, ejemplo de política exterior eficaz y de buenos resultados.