Fundado en 1910

Retrato de Catalina la Grande, obra de Alexey Antropov

Dinastías y poder

Catalina la Grande, la zarina más poderosa, no era una Romanov

Llegó a San Petersburgo en 1744 como prometida del zarevich. Entendió rápido que si quería ser aceptada en la nueva corte tendría que ganarse el afecto de la emperatriz Isabel I y sobre todo, de los rusos

Ni siquiera se llamaba Catalina. A muchos les puede sorprender que su nombre real fuese Sofía y que sus orígenes se encuentren en Prusia. Aunque estaba llamada a dejar su estela y sangre sobre Rusia. Su ambición y personalidad la llevaron a convertirse en todo un símbolo del Imperio de los zares y a gobernar en solitario durante más de tres décadas.

¿Quién recuerda a Pedro III? Sin embargo, ella engrandecerá las fronteras y se rusificará más que ninguna otra. Es cierto que tuvo amantes. Se la caricaturizó como arpía y depravada, como el poder de la lujuria. Pero su facultad para el mando es difícil de cuestionar: eliminó a su marido y quiso hacerlo con su propio hijo, crecido en la sombra de la bastaría, al considerarlos incapaces. En sus Memorias queda bien clara su apuesta por su nieto, Alejandro I, el que años después firmará los acuerdos de Tilsit pero que terminará persiguiendo a Napoleón hasta París.

Alegoría de la victoria de Catalina sobre los turcos (Stefano Torelli, 1772)

Llegó a San Petersburgo en 1744 como prometida del zarevich, aquejado de viruelas y sin mucho amor a la dinastía Romanov como nieto y heredero del Pedro el Grande. Ella, que había crecido en las lecturas de Voltaire y los ilustrados, entendió rápido que si quería ser aceptada en la nueva corte tendría que ganarse el afecto de la Emperatriz Isabel I y sobre todo, de los rusos.

No tardó en aprender su lengua y vestir conforme a los gustos y costumbres de una sociedad que, a priori, le resultaba diferente. Sabedora de su capacidad tuvo claro que sería ella quien iba a tomar las riendas del estado cuando su esposo fue proclamado zar en 1762 y también que apoyaría a la Guardia Imperial y a los nobles para deponerle y ocupar el mando.

En su coronación en el Kremlin, cuando tenía 33 años, lució un vestido en brocado con el águila bicéfala que se conserva en el Museo Hermitage. Desde ese momento hizo valer su talento como líder que ofrecía seguridad emprendiendo en solitario un reinado caracterizado por la expansión territorial y el intento de secularizar el Estado.

Con Catalina la Grande, Rusia ganó territorios hacia el Báltico y también a expensas del Mar Negro, incorporando la península de Crimea con ciudades como Odesa o Sebastopol en clara rivalidad con los otomanos. También llenó la corte de arquitectos, científicos y artistas europeos en la idea de modernizar el país conforme a las nuevas ideas.

El Imperio ruso durante el gobierno de CatalinaWikimedia Commons

«La rusa europea» la llama Isabel de Madariaga en su estupenda biografía. Incluso apostó por una campaña de vacunación contra la viruela llevando a la corte al médico irlandés Thomas Dimsdale y calificando de «imbéciles, ignorantes o simplemente malvados» a quienes se oponían a esta práctica, por entonces, aún cuestionada. Como no podía ser de otro modo vivió con preocupación el estallido de la Revolución Francesa que tanto amenazaba el absolutismo y la autocracia que ella misma representaba.

Su muerte en 1796 se debió a causas naturales y no a las circunstancias innobles que décadas después la propaganda comunista quiso atribuirle con propósito de denostarla. Falleció en su alcoba, pero por causas naturales, una apoplejía: «(…) encontraron a la Emperatriz tendida en el suelo boca arriba y con los pies apoyados en la misma puerta, lo que indica que se había accidentado al ir a salir» leemos en el Mercurio de España (enero 1797).

Su hijo y nuevo zar, con el que nunca se entendió, quiso enterrarla junto a los restos mortales de quien un día había sido su marido. Quizá lo hizo por venganza. Pablo I apenas fue soberano durante cinco años en los que las intrigas estuvieron a la orden del día, aunque como vaticinó su madre jamás alcanzó la gloria. A su muerte, asesinado en 1801 en San Petersburgo, le sucedió su primogénito, de inclinaciones esquizofrénicas, amigo y enemigo de Napoleón según conviniese, pero que inaugurará una nueva era de grandeza para los zares.

En Nicolás I y Alejandro II, «el libertador de los siervos» los Romanov continuarán la estela dinástica de quien un día había convertido Rusia en la principal potencia hegemónica de Europa Oriental.