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Cicerón y los magistrados descubriendo la tumba de Arquímedes en Siracusa, de Benjamin West (1797)

Picotazos de historia

Cuando Cicerón encontró la tumba de Arquímedes

Cicerón buscó personalmente la tumba y la encontró entre un grupo de sepulturas junto a la puerta de Agrigento. Allí, oculta por unos matorrales y la espesa maleza, identificó la tumba por la pequeña escultura que sobre ella estaba

Arquímedes de Siracusa (circa 287 – 212 a. C.) tal vez sea el matemático, físico, ingeniero e inventor más conocido de la antigüedad. Sus descubrimientos, sus inventos han tenido y tienen una importancia capital y muchísimos de los adelantos de los que disfrutamos serían inviables sin la aportación previa de este genio. La suma y naturaleza de sus logros son tales que hacen buena en él la afirmación de John de Salisbury (1115 – 1180 d. C.) en su obra Metalogicón: «Somos como enanos colocados a hombros de gigantes».

El genio al que quiso proteger el general romano Marcelo

Durante la segunda guerra púnica (218 – 201 a. C.) las fuerzas romanas comandadas por el general y cónsul Marco Claudio Marcelo pusieron sitio a la ciudad de Siracusa. El asedio duró más de dos años y durante esos terribles días la mente del genio trabajó en la defensa de su ciudad y de sus conciudadanos. Marcelo y sus tropas temían las invenciones de Arquímedes: la manus ferrea, especie de grúa capaz de sacar del agua a una trirreme con su tripulación; el rayo de calor, basado en la concentración de los rayos solares sobre las naves del enemigo hasta hacerlas arder, y otras más.

Con el nombre de garra de Arquímedes conocieron los romanos la gran grúa diseñada por este matemático griego para hundir las naves que atacaron la ciudadWikimedia Commons

Mucho se valoraba la toma de la ciudad y su puerto que permitiría el control de la rica y estratégica isla de Sicilia, pero más valioso que todo eso era para el cónsul Marcelo la vida de Arquímedes. Es por ello que cuando llegó el momento del asalto y toma de la ciudad, el general romano dio órdenes estrictas de que fuera respetada su vida y se le condujera a su presencia. Arquímedes murió. Según Tito Livio en su obra Ab urbe condita a manos de un soldado que desconocía su identidad.

Marcelo lamentó enormemente la perdida de una mente tan prodigiosa. Honró al muerto con un entierro digno y protegió y distinguió a su familia

Plutarco y Polibio coinciden en que Arquímedes estaba absorto en sus cálculos. En una obra posterior, Valerio Máximo nos relata que el genio había dibujado unos círculos en la tierra y estaba ensimismado en complejos cálculos cuando se presentó ante él un legionario romano. Intentó proteger con sus manos los dibujos que había trazado y sus últimas palabras fueron: «Te ruego que no toques esto».

Marcelo lamentó enormemente la perdida de una mente tan prodigiosa. Honró al muerto con un entierro digno y protegió y distinguió a su familia. Se cumplieron los deseos de Arquímedes, que había tenido la precaución de comunicar a su familia, y sobre su tumba se dispuso una escultura que mostraba la relación de los volúmenes del cilindro y la esfera: una esfera dentro de un cilindro. Pasó el tiempo. La memoria de los seres humanos es frágil y la misma Siracusa, que tan orgullosa se mostraba de proclamar que Arquímedes era hijo suyo, se olvidó del lugar de su definitivo descanso.

La olvidada tumba de Arquímedes

Como suele suceder cuando se señala este tipo de paradojas, la reacción del ignorante, que se siente atacado al ver su desconocimiento expuesto, es envolverse en un manto de superioridad moral y alegar que lo importante es la memoria y su legado. Que los huesos carecen de importancia.

La muerte de Arquímedes (1815) de Thomas Degeorge

Pues exactamente es eso lo que le sucedió a Marco Tulio Cicerón (106 – 443 a. C.) cuando fue nombrado cuestor (funcionario con funciones de carácter fiscal) de la ciudad. Cicerón conocía la vida de Arquímedes y preguntó a los habitantes de Siracusa por la tumba del más distinguido de sus ciudadanos. Las personas principales, los eruditos de la ciudad, reconocieron su ignorancia. Algunos incluso llegaron a afirmar, con gran contundencia, que jamás había sido enterrado allí.

Según nos relata el propio Cicerón en sus Disputaciones Tosculanas (circa 75 a. C.): «Conservaba en mi memoria unos breves senarios (un tipo de verso de la antigüedad) que según la tradición estaban grabados sobre su tumba, que indicaban que encima del sepulcro se había colocado una esfera con un cilindro».

Cicerón buscó personalmente la tumba y la encontró entre un grupo de sepulturas junto a la puerta de Agrigento. Allí, oculta por unos matorrales y la espesa maleza, identificó la tumba por la pequeña escultura que sobre ella estaba. Cicerón ordenó limpiarla y respetarla pues era motivo de orgullo para la ciudad. Con el tiempo se volvió a perder. Los esfuerzos de Cicerón apenas sirvieron.

Hoy muestran a los turistas que visitan la ciudad unas cavidades excavadas en la roca y los guías afirman que una de ellas fue la tumba de Arquímedes. Bien sabemos que no es así y que los restos del genio de Siracusa están perdidos por la desidia e ignorancia de sus propios conciudadanos.