Fundado en 1910

Manuel Azaña fue presidente de la II República entre 1936 y 1939Foto: EFE / Edición: Paula Andrade

Una mirada al presente desde el pasado

Hasta Manuel Azaña terminó harto de los independentistas

Durante la Segunda República, el líder político que comprobó de primera mano la deslealtad institucional del separatismo catalán y vasco fue, sin duda, Manuel Azaña

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, asegura tener absoluta confianza en que la presente investidura durará cuatro años. Con independencia de cuál puedan ser sus cálculos para mantener el endeble equilibrio parlamentario de su Ejecutivo, lo cierto es que los líderes separatistas catalanes y vascos repiten constantemente que, al apoyar la investidura del Gobierno de Sánchez, ejecutan sus propios objetivos políticos y que estos no coinciden con el del partido socialista.

Nuestra reciente historia contemporánea da muestras de lo temeraria que resulta la pretensión de basar la estabilidad institucional en divergencias políticas tan acusadas, y el resultado tan negativo que esa estrategia termina irrogando para los intereses comunes de todos los españoles.

Durante la Segunda República, el líder político que comprobó de primera mano la deslealtad institucional del separatismo catalán y vasco fue, sin duda, Manuel Azaña. A comienzos de 1930, el jefe de Acción Republicana asumió la aspiración de gobierno autonómico de las fuerzas separatistas y se mostró de acuerdo en entenderse con ellas, lo que fructificó en el célebre pacto de San Sebastián que suscribieron casi todas las formaciones favorables a instaurar una república en España.

Esto le llevó a erigirse al año siguiente, ya como presidente del Gobierno, en uno de los mayores defensores en Madrid del Estatuto de Cataluña, suscrito finalmente en septiembre de 1932 –el vasco se haría realidad cuatro años después–, sobre el que afirmó que se trataba de una ley necesaria porque contribuiría a la pacificación de los españoles.

Cuando la derecha ganó las elecciones de noviembre y diciembre de 1933, Azaña confió invariablemente en el gobierno de la Generalidad, al que consideró la última reserva de la república, de ahí que a partir de octubre de 1934 soslayara el hecho de que Lluis Companys hubiese proclamado ese mes el Estado catalán violando la legalidad republicana.

En realidad, a la altura de 1935 esto último no le importaba: en su opinión, de lo que se trataba era de desalojar del poder al centro derecha, el cual, pese a ganar legítimamente las elecciones, de ningún modo podía encajar en la república. Al fin y al cabo, en su fuero interno estaba convencido de que solo él podía rearmar ideológicamente a la izquierda. Y, para conseguirlo, en sus intervenciones públicas hasta las elecciones de febrero de 1936 apostó por una doble premisa: se debía restaurar la legislación que había sido aprobada durante los dos primeros años del régimen, ahora derogada, y, a la vez, había que normalizar la situación política en Cataluña.

Azaña confió invariablemente en el gobierno de la Generalidad, al que consideró la última reserva de la república

Esto último pasaba por amnistiar a Companys y a quienes hubieran participado en los hechos revolucionarios en octubre de 1934, que permanecían detenidos en las cárceles. Y esto fue precisamente lo que impulsó días después de aquellas elecciones, mediante un decreto-ley de amnistía que fue aprobado por la Diputación Permanente de las Cortes.

La república, así, volvía a estar en manos de sus únicos y legítimos dueños, entre ellos, la Esquerra republicana de Cataluña. Y esto había sido posible gracias a políticos como Azaña, quien había apostado decididamente por el entendimiento con las fuerzas políticas nacionalistas. Sin embargo, en los últimos meses de la Guerra Civil Azaña hubo de admitir con acre amargura vital la deslealtad de los separatistas, a quienes terminó considerando unos traidores al régimen de abril de 1931. ¿Cómo había llegado a tan dura conclusión impensable para él apenas unos meses antes?

En sus memorias políticas y de guerra dejó constancia de que, tras el 18 de julio de 1936, el gobierno catalán había actuado en «franca rebelión» aprovechando la confusión reinante de las semanas siguientes. Pero, sin duda, lo que le había llevado a la desesperanza fue enterarse de que tanto los políticos catalanes como los vascos estaban actuando en el exterior al margen de la república, hasta el punto de que habían pedido por su cuenta una paz negociada al bando nacional. Ahora comprendía en su justo término que el objetivo político esencial de los nacionalistas había sido el lograr la separación del resto de España, por eso eran unos traidores a la república.

El objetivo político esencial de los nacionalistas había sido el lograr la separación del resto de España, por eso eran unos traidores a la república

El profesor Elio A. Gallego García en su prólogo a Edmund Burke, Tres cartas sobre la revolución francesa, colecc. (CEU-CEFAS, 2023) advierte de que dos formas de vanidad son el pensar que uno es libre cuando hace lo que quiere sin sujeción a un orden preexistente de las cosas o que los sistemas políticos pueden construirse desde la sola razón o el mero acuerdo de voluntades, dando prevalencia al experimento sobre la experiencia.

En realidad, aquellos nacionalistas que desde 1930 venían pactando con la izquierda republicana nunca disimularon su proyecto político secesionista. Noventa años más tarde tampoco lo hacen sus actuales sucesores políticos. De nuevo, vanidad y experimento.