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Hombres trabajando en el campo en el año 1894

Hombres trabajando en el campo en el año 1894

Historia de la agricultura española

Los problemas de los agricultores españoles no son de ahora, algunos tienen una dilatada historia (I)

La revolución liberal trajo su consecuencia más desastrosa para la agricultura y el mundo rural español: la desamortización

¿Cuándo empezar? Hay que buscar una cesura, un momento significativo, un punto de arranque para intentar entender por qué la agricultura española es hoy como es. Se podría iniciar en el siglo XVIII, moderadamente próspero. En aquel momento España era equiparable a la mayoría de las naciones europeas. Más moderna que algunas y algo más atrasada que otras. Sin embargo el desastroso gobierno de Carlos IV, la invasión francesa y la independencia de la América española dejaron destrozado y casi irreconocible a nuestro país.

Después vino la revolución liberal y su consecuencia más desastrosa para la agricultura y el mundo rural español: la desamortización. Cuando comienza este malhadado proceso, uno de los principales problema que afrontan los gobiernos es el financiero. Muchos recursos fiscales se habían secado, particularmente las remesas procedentes de América. La colosal dimensión de la deuda pública heredada hacía la situación insostenible. Y el alzamiento carlista aún lo complicó todo más. Las guerras no se pueden librar sin dinero y los recursos fiscales habituales eran insuficientes. Los gobiernos liberales optaron por una vía que les pareció fácil y cómoda, aunque suponía un verdadero e injusto saqueo a una parte fundamental de la sociedad española.

La tierra constituía el principal activo económico nacional. También la principal fuente de ingresos fiscales y de empleo. Al final del antiguo régimen la mitad de la superficie de cultivo del país se la repartían la monarquía, la aristocracia nobiliaria y la Iglesia. Muchas de las propiedades de esta mitad estaban mal explotadas o eran improductivas. Se podría haber hecho una clasificación de estos terrenos para expropiarlos de forma razonable y beneficiosa para el país, pero había prisa. Hacía falta una cabeza de turco que justificase el expolio planificado y se eligió la que parecía más fácilmente atacable. Se eligió comenzar por las propiedades de la Iglesia. Se utilizaron diversos pretextos. El más demagógico y falaz se basó en el pretendido apoyo del clero a la causa carlista. Este había sido minoritario y localizado, pero les dio igual, pagaron justos por pecadores. En 1835 se decretó la extinción de las órdenes religiosas, con contadas excepciones y la desamortización (expropiación) de todos sus bienes.

La desamortización era un método que se había utilizado en otros países, incluso en España de forma parcial. Por ejemplo, después de la expulsión de los jesuitas con su importante patrimonio. Pero en este momento y lugar adquirió siniestras connotaciones con consecuencias nefastas para el futuro.

La primera oleada desamortizadora fue la del conde de Toreno y Mendizábal. Consistió en la expropiación absoluta de todos los bienes del clero regular, o sea de las órdenes religiosas, y su venta en pública subasta al mejor postor. Podría haberse realizado de forma que los pequeños agricultores accedieran a la propiedad de las tierras, pero no se trataba de eso. Las comisiones municipales encargadas del proceso se aprovecharon de su poder para hacer manipulaciones y configurar los grandes lotes inasequibles a los pequeños propietarios, pero al alcance de las oligarquías más adineradas que tenían la capacidad de adquirir tanto los grandes como los pequeños lotes. Estos podían adquirirse al contado o mediante canje por los títulos de la deuda pública vencidos y no rescatados. Ninguna de las dos fórmulas estaban al alcance de los pequeños y medianos agricultores. Ni disponían de numerario suficiente, ni eran tenedores significativos de deuda.

Los grandes beneficiarios fueron por lo tanto la aristocracia terrateniente y los sectores comerciales burgueses de carácter urbano, que se hicieron con ingentes cantidades de tierras a precios más que moderados.

Las consecuencias de todo tipo fueron incalculables. Sin duda existieron factores económicos de peso que justifican, al menos parcialmente, las decisiones tomadas. Además de la gigantesca deuda pública, la necesidad de liberar la economía y la hacienda de las rigideces acumuladas por la ineficacia del antiguo régimen. Sin embargo la forma en que se ejecutó fue desastrosa, miserable y corrupta.

Los monasterios ejercían una importante labor en amplias zonas del mundo rural. Sus terrenos de cultivo estaban arrendados bajo diversas fórmulas a pequeños agricultores con rentas muy moderadas. También eran una fuente de empleo para los habitantes de su entorno y ejercían tareas sociales en sanidad, educación y acción caritativa. Lo explica muy bien Engels en su libro Antidüring. Refiriéndose a las revoluciones liberales explica cómo la apropiación de los bienes eclesiásticos por la burguesía generó un paralelo empobrecimiento de los grupos más desfavorecidos de la sociedad, especialmente de los campesinos. Fue un proceso generalizado en toda Europa, pero en España tuvo un altísimo coste humano y social: expulsión de aparceros, subida abusiva de rentas a las tierras pertenecientes a los monasterios y una proletarización intensa de los campesinos que pasaron de ser cultivadores autónomos a trabajadores temporeros mal pagados.

Una de las consecuencias negativas para la agricultura hispánica fue un tremendo incremento del porcentaje de concentración de la propiedad de las tierras en pocas manos. Este fenómeno gravita desde entonces en la deficiente estructura territorial agraria de España. Una estructura que a grandes rasgos consiste en el predominio de un minifundio excesivo en la parte norte de España frente al latifundio existente en grandes zonas del centro y sur de la Península. Y que ha dificultado hasta nuestros días el avance y la modernización de la agricultura española.

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