María Tudor y el sueño de un heredero para una Inglaterra católica
La obsesión dinástica por tener un heredero varón, que comienza con Enrique VIII, es asimilada desde la infancia por su primogénita María, provocándole más de un embarazo psicológico que resuena en la historia inglesa
María Tudor, conocida popularmente en Inglaterra como «María la Sanguinaria», es la primogénita de Enrique VIII fruto de su primer matrimonio con Catalina de Aragón, la hija más joven de los Reyes Católicos. Es la quinta hija que tiene la pareja, pero la única en sobrevivir a la infancia y alcanzar la edad adulta.
Tras la radical ruptura de su padre con la Iglesia católica de Roma, separándose al mismo tiempo de su primera esposa y madre de María, la pequeña princesa pierde todos sus títulos, posición en la corte paterna y cualquier posible derecho sobre la línea sucesoria. Aislada lejos de Londres junto a Catalina, la primogénita Tudor vivió su juventud en el sur de Inglaterra, entre la naturaleza y la educación inspirada en el método español proporcionado por su madre.
Profundamente religiosa, piadosa y extraordinariamente culta para su sexo y edad, María Tudor intentó en varias ocasiones reconciliarse con su padre, mantener contacto con su hermanastra Isabel, así como crear un vínculo fraterno con su único hermanastro, Eduardo VI, sucesor de Enrique VIII tras su muerte.
El nuevo Rey falleció tras unos años de reinado, dejando como heredera a su prima segunda, Juana Grey, con una débil legitimidad a la Corona inglesa, aunque apoyada por los sectores sociales anglicanos. Inmersa en la vorágine de estas nuevas circunstancias, y como primera hija de Enrique VIII, María se sintió en la obligación moral y personal de hacerse cargo del que considera su reino. Contó para ello con el apoyo de su familia materna, que, tras el fallecimiento de su madre, se concentra en la figura de Carlos I de España y su primogénito Felipe, reyes fundamentales en el desarrollo de la historia no sólo de España sino de toda Europa.
La madre que no fue
Dicho apoyo se hace explícito en el matrimonio que contraen Felipe y María en 1554, que refuerza e inclina el equilibrio de poder hacia el eje España-Inglaterra, en detrimento de la corona francesa. La necesidad de engendrar un heredero estaba grabada a fuego en la mente de la reina, lo que genera una persistente ansiedad ante la dificultad para quedarse embarazada.
La necesidad de engendrar un heredero estaba grabada a fuego en la mente de la reina
La soberana, que en el momento de su matrimonio rondaba los cuarenta años, sufrió desde su juventud menstruaciones irregulares y excesivamente dolorosas lo que, junto con la llegada a la edad adulta y lo tardío de su matrimonio, complicaba la llegada de un hijo.
Fue a mediados de este mismo año cuando, inesperadamente, la Reina se quedó encinta. Crónicas de la época detallan sus mareos, indisposición y molestias tras despertarse, al igual que el crecimiento de su vientre. Todo ello acorde al discurrir normal en la naturaleza de un embarazo que, al llegar a su punto álgido, llevó a María incluso a retirarse parcialmente de la escena política para reposar y centrarse en su salud.
El infortunio Tudor en cuanto al nacimiento de descendencia se haría patente en el verano de 1555, cuando la Reina tendría que haber dado a luz, pero continuó esperando un hijo que no llegó. Con la temprana entrada del otoño su vientre se deshincha, igual que el corazón de una Reina que llora de pena, por la familia que podría haber sido y no fue, por una Inglaterra católica que cada vez se alejaba más en el horizonte histórico y por la llegada de ese niño para quien, de haber nacido, habría encontrado pequeño el título de «rey del imperio donde nunca se pone el sol».
Y como una flor que se marchita, María fue perdiendo alegría y ganas de vivir con cada día que pasaba, hasta que finalmente fallece en 1558, dando lugar al comienzo del reinado de su media hermana, en lo que conocemos como el «periodo isabelino».