¿Desde cuándo existe la nación española?
En las Cortes de Cádiz, la nación quedó fijada en un texto constitucional que la definía en términos de un espacio geográfico constituido por ciudadanos libres e iguales ante la ley
Las reflexiones sobre España como nación vienen ocupando con cierta frecuencia a los medios de comunicación, además de interesar a los foros académicos, incluso en ocasiones al debate político. Tras la muerte del general Franco, la transición a la democracia y la transformación de España en un Estado de las Autonomías con el robustecimiento progresivo de los nacionalismos periféricos comenzó a cuestionar con fuerza progresiva la relación entre la identidad nacional española y la nueva configuración del Estado que se iba forjando.
Como cualquier proceso histórico, la nación y su concreción en un Estado supone una evolución dinámica, abierta como demuestra nuestra propia historia. Si la trayectoria histórica española –como la de cualquier otra nación contemporánea– ha tenido episodios gloriosos, traumáticos, continuidades y discontinuidades en la formulación de sus políticas, ello no ha afectado a su permanencia en el tiempo, a pesar de las distintas formas que haya adoptado el régimen político y el propio Estado.
Con la unión dinástica de los Reyes Católicos y la llegada de la Casa de Austria, España se afianzó como nación moderna
No debería hacer falta insistir sobre el concepto y la realidad española previas a 1808. El término «Hispania» fue utilizado ampliamente por Roma para referirse a la Península Ibérica y a algunos otros territorios, como las islas Baleares o la Mauritania Tingitana. El concepto Hispania, en principio solo geográfico, pronto se relacionó con una población concreta, de caracteres singulares. De hecho, ya con los visigodos, esta identificación sirvió para que, a partir de Leovigildo, sus sucesores fueran reges Hispaniae.
Se trataba ya de un espacio dentro del cual se venía configurando una vida colectiva, en palabras de José Antonio Maravall, «España es, para nuestros historiadores medievales, una entidad humana asentada en un territorio que la define y caracteriza, y a la cual le sucede algo en común, toda una historia propia». Con la unión dinástica de los Reyes Católicos y la llegada de la Casa de Austria, España se afianzó como nación moderna: desde 1520 hasta finales del siglo XVII la monarquía hispánica constituía una extensa red de instituciones comunes y de formas compartidas de la vida cultural y cotidiana.
La Guerra de la Independencia provocó un quebranto de las estructuras de Antiguo Régimen y en consecuencia facilitó una expansión rápida de la idea nacional española dentro de las categorías propias de la contemporaneidad. La nación emergió como un sujeto político soberano formado por ciudadanos, no ya por meros súbditos o vasallos.
Indudablemente, en la guerra contra Napoleón se forjó un sentimiento popular de pertenencia a una misma comunidad, un sentimiento que, de forma simultánea, se reflejó en las intervenciones y debates de los representantes en Cortes: en Cádiz, la nación quedó fijada en un texto constitucional que la definía en términos de un espacio geográfico constituido por ciudadanos libres e iguales ante la ley. Como escribió un gran especialista en el tema, Javier Fernández Sebastián, a partir de 1808, «el momento de patria dejó paso al momento de Nación».
El dogma de la soberanía nacional defendido por los diputados liberales imputaba a la nación, pero su ejercicio correspondía a las Cortes como su representante. Tantas veces citado, el Decreto I del 24 de septiembre de 1810 afirmaba que «los diputados que componen este Congreso, y que representan a la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias; y que reside en ellas la soberanía nacional», formulación recogida en su esencia en el preámbulo de la Constitución de 1812.
El Estado nace con voluntad de establecer normas universales sobre el territorio nacional como único modo de asegurar la libertad plena del individuo
Nacía la nación liberal, una adaptación de las formas políticas a los nuevos tiempos sobre la base de la existencia secular de España. Uno de los maestros del constitucionalismo, Luis Sánchez Agesta, lo resumía así: la nación es «un personaje que cierra la historia política del siglo XVIII y que se ha colado de rondón en la política española. Este es, sin duda, el signo más patente de la profunda transformación política de la Edad Moderna».
El Estado nace con voluntad de establecer normas universales sobre el territorio nacional como único modo de asegurar la libertad plena del individuo. Así lo refleja, por ejemplo, el asturiano Álvaro Flórez Estrada en su Constitución para la nación española, redactada en Sevilla en los albores del siglo XIX, ya invadida España. La libertad era el único camino para que el individuo progresase y, unido a sus conciudadanos, diera solidez y contribuyera a la grandeza nacional.
Por supuesto, España es preexistente a su formulación política liberal. El levantamiento contra el francés justificaba cómo instituciones antiguas –el Consejo de Castilla o los gobiernos municipales– y nuevas –como la Regencia y la Junta Central– pretendieron incorporar la soberanía, apelando a su legitimidad como representantes del pueblo español. La continuidad histórica de la nación española era un hecho y, a pesar de la quiebra que supuso la ocupación francesa y del traumático momento político existente, ello no impidió el traspaso de esa legitimidad de unas instituciones a otras.
El cuerpo nacional mantenía su vigencia al margen de la crisis de la monarquía y de sus instituciones provocada por la invasión napoleónica
A este respecto, recordemos a otro asturiano, Francisco Martínez Marina, en su Teoría de las Cortes, elaborada entre 1810 y 1812. En su afán por anclar el constitucionalismo gaditano en las Cortes medievales hispánicas, Martínez Marina concedió una trascendencia especial al periodo comprendido entre los siglos XI y XVI cuya culminación política y cultural fue el gran Renacimiento español. La recuperación del orden político y social en los años en que hacía estas consideraciones debía en consecuencia enlazar con lo más esplendoroso del pasado.
No había nostalgia, Martínez Marina –como tantos otros escritores políticos de la época– pugnaba por la adaptación a las circunstancias sin olvidar el legado recibido. Por eso, el cuerpo nacional mantenía su vigencia al margen de la crisis de la monarquía y de sus instituciones provocada por la invasión napoleónica.
Los liberales triunfantes en Cádiz no olvidaron entroncar sus proyectos con la tradición histórica española para preservar en esa continuidad el recuerdo de un pasado necesario para justificar su visión de futuro.
- Ricardo Martín de la Guardia es Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valladolid, de cuyo Instituto de Estudios Europeos (centro de excelencia Jean Monnet) fue director entre 2009 y 2013.