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Luis E. Íñigo

La amnistía. Lo que la historia nos enseña

La historia se repite, como escribiera Marx en El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, dos veces, la primera como una gran tragedia, la segunda como una miserable farsa

Actualizada 04:30

La II República sigue siendo el mito por excelencia de la izquierda española. Para sus historiadores de cabecera, sus dóciles periodistas y sus crédulos simpatizantes, no se trató del primer intento de nuestra historia, efímero y más bien defectuoso –«una democracia muy poco democrática» la denominó con acierto Javier Tusell– , de dar forma a un verdadero Estado de derecho, sino de un proyecto reformista moderado derribado con saña por la reacción violenta de los grupos sociales dominantes, la Iglesia, el Ejército y los terratenientes sobre todo, opuestos por principio a cualquier cambio que amenazara sus privilegios seculares. La terrible Primavera del 36, en este contexto interpretativo, tampoco fue uno de los ejemplos más palmarios de, en expresión de George Mosse, la «brutalización de la política», impulsada sin ambages en España por los partidos obreros radicalizados y respondida, más tarde, por la Primera Línea falangista, sino el fruto de la legítima reacción de las masas populares víctimas de los gobiernos del Bienio Negro, magnificado por los diputados de la derecha reaccionaria en los debates parlamentarios para extender el miedo entre los católicos y las clases medias y favorecer así el éxito del golpe de Estado que se preparaba. La política de los gabinetes del Frente Popular, por último, no fue sino una reedición más decidida de las reformas del primer bienio, y la amnistía aprobada por la Comisión Permanente de las Cortes a iniciativa del Gobierno Azaña el 21 de febrero de 1936, mera justicia hacia las víctimas de la brutal represión que siguió a la comprensible revolución de octubre de 1934.

No es cierto. Los efectos de aquella amnistía fueron, sin rodeos, nefastos. Aunque, a diferencia de la impulsada por Pedro Sánchez, fue aprobada por amplia mayoría y contó con el apoyo de una derecha que deseaba la reconciliación, lejos de consolidar la maltrecha democracia republicana, la debilitó aún más. Los obreros condenados por su participación en la revolución de octubre no solo salieron de la cárcel, sino que se obligó a los patronos que los empleaban a readmitirlos e incluso a indemnizarlos, despidiendo si fuera necesario a los trabajadores contratados para sustituirlos, castigados por obedecer la ley mientras se premiaba a quienes la habían vulnerado, dando alas a aquellos para exigir del Gobierno acciones más radicales mientras estos se echaban en manos de la Falange para defenderse de un régimen que así los maltrataba. Al calificarlos, como hizo Azaña, de represaliados, las fuerzas de orden público aparecieron como represores violentos e ilegítimos, cuando lo que habían hecho no era sino defender la legalidad republicana y los derechos individuales que la Constitución amparaba, quedando así desde entonces a los pies de los caballos frente a unas masas obreras que empezaron a exigir su sustitución por una milicia revolucionaria. Por supuesto, la violencia de las izquierdas obreras, pronto respondida por la extrema derecha, lejos de apaciguarse, se radicalizó. En lugar de abrazar la supuesta reconciliación que proclamaba Azaña, sus líderes, Largo Caballero sobre todo, empezaron a hablar sin tasa de revolución. Y las masas, espoleadas y apenas frenadas por un Gobierno que necesitaba los votos de sus jefes en las Cortes, se entregaron a una orgía de violencia creciente en la que la quema de iglesias, las ocupaciones de fincas, las huelgas salvajes y los asaltos a los locales de los partidos conservadores, pronto seguidos de la lucha en las calles entre las milicias armadas de quienes deseaban una u otra forma de autoritarismo, la izquierda obrera y los falangistas, pero en ningún caso defendían la democracia, iban minándola cada día un poco más, cavando la tumba de una República que, llegado el momento de la verdad, levantado en armas una parte del Ejército, apenas contaría con defensores. En los campos de batalla de la Guerra Civil no lucharían demócratas contra fascistas, sino revolucionarios contra reaccionarios. La frágil democracia republicana, imperfecta pero valiosa, había muerto y la amnistía de 1936 había contribuido a asesinarla.

La historia se repite, como escribiera Marx en El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, dos veces, la primera como una gran tragedia, la segunda como una miserable farsa. Puede que la afirmación fuera cierta en el caso de Napoleón III –Napoleón el Pequeño, lo llamó Víctor Hugo– pero no siempre lo es. De hecho, la amnistía que, si Dios no lo remedia, será aprobada en unas pocas semanas por el Congreso, tiene algo de ambas cosas. Será, sin duda, una tragedia, como lo fue la de 1936, porque, como sucedió entonces, sacará a la calle a delincuentes convictos rebeldes contra el Estado de derecho; liberará a autores de actos palmarios de violencia contra las personas y las cosas, y dará por buenas ideas del todo incompatibles con la democracia, cuyas instituciones despreciaron con saña los rebeldes de octubre de 2017 tanto como los de octubre de 1934. Pero será también una farsa, porque harán todo eso sin pedir a cambio un arrepentimiento que no se ha producido, y no, aunque lo proclamen, con ánimo de facilitar la reconciliación, pues mal puede existir esta sin aquel, sino a cambio de un puñado de votos, votos sucios, manchados con la sangre de los policías heridos entonces y ahora humillados por una ley que, al hacer de los delincuentes gentes de orden, transforman a los agentes del orden en delincuentes, en una tergiversación de la historia digna del mejor George Orwell. Quizá acabemos convencidos de que la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza. Si lo hacemos, creyendo de buena fe mentiras tan grandes como lo es esta amnistía, nuestra democracia se habrá convertido en una carcasa vacía.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación
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