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Evita llega a Madrid donde es recibida con veintiún cañonazos

Cuando Evita Perón denigró a la mujer del embajador de España

Reprochó a Areilza los gastos en ropa de la condesa de Motrico, a lo que su marido replicó mediante una elegante lección de diplomacia

Una muy delicada misión tenía José María de Areilza, conde consorte de Motrico, cuando, en la primavera de 1947, fue nombrado embajador de España en una Argentina gobernada, desde el año anterior, por el general Juan Domingo Perón: interceder ante él para aliviar lo que él mismo llama en sus Memorias Exteriores 1947-1964, «nuestra angustiosa carencia alimentaria». La de la España de la posguerra, diezmada por tres años de conflicto, y víctima de un aislamiento internacional.

Areilza cumplió con creces la tarea encomendada, pues ya en su primera entrevista con Perón, tras la presentación de sus cartas credenciales, arrancó al mandatario un primer compromiso de ayuda, materializado, según publicó entonces Efe, en «400.000 toneladas de trigo, 120.000 de maíz, 8.000 de aceites comestibles, 16.000 de tortas oleaginosas, 10.000 de lentejas, 20.000 de carne congelada, 5.000 de carne salada y 50.000 cajones de huevos». Al año siguiente, en 1948, Areilza logró que España y Argentina suscribiera un protocolo de cooperación económica, completado en 1949 por un protocolo adicional.

Con lo que no contaba el embajador de España, era con el poder paralelo encarnado por la esposa de Perón, Eva Duarte, una actriz veintitrés años menor, con mucho carisma entre las masas a las que ayudaba dispendiando profusamente el dinero público. Una fórmula que funcionó, quiérase o no. Populismo en estado puro al que Areilza, para defender los intereses de España y alcanzar los objetivos, no tuvo más remedio que adaptarse. Incluso encajando con elegancias las impertinencias y demás ataques personales de lo que él llamaba «el supremo poder femenino».

Un día que la primera dama, presa de la ira, recriminó a Areilza sus buenas relaciones con el ministro José Figuerola, al que detestaba, terminó, la conversación de la manera siguiente:

–«Usted no puede entender el peronismo, porque también es usted un oligarca. ¡Vaya joyas que llevaba puestas ayer noche su señora en el Teatro Colón!

–Era lo menos que podía hacer, para estar a la altura de las que llevaba la esposa del presidente».

Este episodio acaeció en vísperas del controvertido viaje de «Evita» Perón a España, necesario para solemnizar las buenas relaciones entre ambos países. Era el año 1947, primero de la estancia del matrimonio Areilza en Buenos Aires. En los años sucesivos volvieron a producirse desagradables escenas de esta índole, que dejaban al descubierto la ordinariez de «Evita» y su escaso manejo de las artes diplomáticas.

José María de Areliza, embajador de España en Argentina

Areilza recuerda especialmente una de ellas. Un día cualquiera que se encontraba en las oficinas de la primera dama –nombrada «Jefa Espiritual de la Nación» dos meses antes de morir–, le pidió permiso para despedirse y volver a la embajada. Antes de concedérselo, «Evita» estimó oportuno decirle lo siguiente: «Hay que ver lo que gasta su señora en ropa. Y eso que en España los trajes no son tan caros como en París».

Areilza narra que se quedó «rumiando el comentario sin comprender su motivación» y que al siguiente día su mujer le comentó «que había recibido de Madrid la factura de fin de año de la casa de costura que la vestía. Le extrañó la tardanza del correo a pesar del franqueo urgente: tres semanas. Y es que los gabinetes de observación improvisados tardan siempre más tiempo en efectuar sus operaciones que los tradicionales servicios de información de abolengo. ¡Y cuando los que leen las cartas interceptadas no son capaces de guardar silencio!»

Poco después, el embajador de España volvió a coincidir con «Evita» y, según explica, «rocé incidentalmente el tema».

«Las embajadas –le dije–, son, normalmente, objeto de vigilancia y control por parte de los Estados en cuyo territorio se desarrolla su función. Las comunicaciones suelen ser el primer objetivo. Todos los gobiernos lo hacen. ¡Pero no se dice, querida presidenta, no se dice!»