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Real de a ocho

Los intereses económicos ocultos tras las independencias de la América española

La enorme América española era un mercado muy jugoso para las otras potencias, que intentaron siempre burlar o acabar con el monopolio español

Desde el descubrimiento de América, España había mantenido celosamente cerrado su imperio al comercio extranjero a través de una estricta legislación de monopolio que solo permitía admitir en los puertos americanos buques españoles. Esta medida, común a otros imperios de la época, obedecía a la lógica mercantilista de evitar que otros competidores pudiesen lucrarse de los recursos de la América española y anular toda competencia foránea a los mercaderes españoles. Durante tres siglos, las Leyes de Indias consagraron este monopolio y las autoridades españolas perseguían celosamente a cualquier comerciante extranjero sorprendido en territorios de la Corona.

La enorme América española era un mercado muy jugoso para las otras potencias, que intentaron siempre burlar o acabar con el monopolio español. El mayor interesado era Gran Bretaña, que entre finales del siglo XVII y principios del XVIII se convirtió en la principal potencia industrial y mercantil del mundo.

Las fábricas británicas producían muchísimos más bienes y mucho más baratos que las españolas, pero las prohibiciones impedían que los comerciantes ingleses pudiesen dar salida a esos productos en la América española. Pese a las presiones, los gobiernos de Madrid se resistieron con tesón a hacer concesiones, y las numerosas guerras anglo-españolas del siglo XVIII tuvieron siempre como trasfondo la ambición británica de acceder a los mercados americanos.

Durante los primeros años del siglo XIX, sin embargo, la interrupción del contacto con la metrópoli tras las derrotas de cabo San Vicente y Trafalgar hizo imposible mantener de facto el monopolio y los ingleses aprovecharon su superioridad naval para establecer un lucrativo comercio de contrabando con la América española, que alcanzó cotas verdaderamente espectaculares en Buenos Aires a partir de 1810, cuando las autoridades rioplatenses rebeladas abrieron plenamente sus puertos al comercio extranjero.

La rebelión contra España encontró sus principales apoyos en las clases burguesas de ciudades comerciales, como Buenos Aires o Caracas

El debate en torno al libre comercio se convirtió así en el centro de la cuestión americana. Por un lado, entre los interesados en acabar con el monopolio se encontraban por supuesto los comerciantes británicos, pero también la élite criolla que lideraba los movimientos independentistas, pues les permitía saltarse a los intermediarios peninsulares y obtener productos ingleses a mucho menor precio. Por ello, la rebelión contra España encontró sus principales apoyos en las clases burguesas de ciudades comerciales, como Buenos Aires o Caracas, mientras que las zonas menos expuestas al comercio, como México o Perú, fueron mayoritariamente realistas.

Por otro lado, la resistencia más encarnizada al fin del monopolio era la de los mercaderes peninsulares, sobre todo la poderosa burguesía gaditana, que gracias al sistema podía vender sus bienes en América sin la competencia de los extranjeros. Esto explica que el liberalismo español, muy influido por los comerciantes gaditanos, se negase tajantemente tanto en las Cortes de Cádiz como luego durante el Trienio Liberal a conceder el libre comercio.

Las guerras de independencia enfrentaron por lo tanto los intereses económicos de los comerciantes británicos y criollos, por un lado, y gaditanos por otro. Pero el comercio libre no perjudicaba solo a Cádiz, sino a todo el desarrollo de las incipientes industrias españolas e hispanoamericanas. Como advirtió en las Cortes de Cádiz el economista Martín de Garay, abrir el comercio suponía entregarse a la dependencia económica de Gran Bretaña: «Bien pronto, reducidos a los escasos productos de nuestra agricultura, que tendríamos que comprar manufacturados, habríamos de abandonar nuestras esperanzas de ser una nación respetable, y ponernos en manos de quien quisiera darnos la ley, al comprarnos nuestras producciones en bruto».

Efectivamente, tras el triunfo de las independencias, las jóvenes industrias hispanoamericanas, sin la protección del monopolio español, no pudieron competir con la irrupción de competidores británicos y fueron barridas. Los recursos de Hispanoamérica quedaron en manos de capital extranjero, perpetuando una situación de subdesarrollo y dependencia que todavía perdura.