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Benjamín Guggenheim

Dinastías y poder

Benjamín Guggenheim: ¿qué sabemos del multimillonario heredero que murió en el Titanic?

Embarcó en el puerto de Cherburgo dispuesto a disfrutar de una travesía de ensueño en el crucero más lujoso de todos los tiempos

Morir como un caballero. Es lo que debió de pensar el menor de los Guggenheim cuando se dio cuenta que el trasatlántico en el que viajaba rumbo a América se hundía en el Atlántico. Tras ayudar a su amante a embarcar en uno de los botes salvavidas y a varias mujeres y niños, se dirigió a su camarote con una copa de coñac. Y vestido de frac se preparó para fallecer en las heladas aguas del océano.

Era el más pequeño de los hermanos de la dinastía. El quinto de los siete hijos del Meyer Guggenheim, el fundador de la célebre casa de banca que se había consolidado en Estados Unidos por los años de 1848, cuando la «tierra de las oportunidades» ofrecía fortuna a muchas familias europeas de origen judío, como ellos.

Benjamín parecía tener menos visión comercial que el resto de los miembros de su dinastía a pesar de que había invertido en empresas mineras, fundiciones, refinerías y hasta tenía la propiedad de una gran fábrica para la construcción de bombas y máquinas necesarias para la explotación de minas. Le llamaban «el príncipe de la plata».

Era inmensamente rico, un poco extravagante y además se había casado en 1894 con Floretta Seligman, hija del banquero James Seligman, fundador de la financiera internacional J. & W. Seligman & Co. con sucursales en Londres, París o Frankfurt. Con ella tuvo a su hija Peggy, futura mecenas de las artes y descubridora de grandes artistas surrealistas y abstractos. Pero el matrimonio no funcionaba y él se entregó a amores livianos con artistas y vedettes.

Con una de ellas, una cantante francesa llamada Leontine Aubart, embarcó en el puerto de Cherburgo dispuesto a disfrutar de una travesía de ensueño en el crucero más lujoso de todos los tiempos. En abril de 1912, cuando el mundo entero se preparaba para la guerra y los Balcanes ardían en tensiones territoriales, el RMS Titanic parecía insumergible. Con él, en la cubierta de primera clase que se despedía de la costa europea, se encontraban otros potentados de ilustres dinastías como John Jacob Astor, cuya fortuna se decía ascendía a setecientos cincuenta millones de dólares y era el pasajero más rico del barco. También Isidore Strauss, Washington Rebling o Alfred Vanderbilt. ¡Nada hacía sospechar la tragedia!

Pero el trasatlántico se hundió. En el mar de Terranova. Llevaba a bordo 2.100 pasajeros y tripulación. Según contó un marinero superviviente al llegar a Nueva York, Benjamín Guggenheim, vestido con un «maillot» de lana, cooperó eficazmente en el embarque de mujeres y niños. Acabada la humanitaria tarea, entró a duras penas en su camarote y se puso el frac para morir como un «gentleman». Junto a él estaba su mayordomo, quien tampoco se libró de la muerte.

«El Titanic se hunde», publicó un día después de la catástrofe El Imparcial. Era el 17 de abril de 1912. Los primeros informes telegráficos hablaban de centenares de víctimas. Cerca de novecientos supervivientes viajaban ya hacia la costa a bordo del Carpantia, según informaciones recibidas por radiograma. Ese mismo día, el primer ministro británico, Lord Asquith, manifestaba en la sesión de la Cámara de los Comunes su admiración por los pasajeros y tripulantes que se habían sacrificado para salvar a los «más débiles». Benjamín fue uno de ellos.

Apenas había espacio en las primeras planas de los diarios para otras informaciones: las protestas de las mujeres sufragistas en Londres y las operaciones militares en Marruecos para frenar una nueva ofensiva rifeña quedaron, por unos días, relegadas a páginas interiores. El encargado de la telegrafía sin hilos no dejó de enviar, con serenidad estoica, despachos pidiendo socorro y detallando la situación del barco hasta el minuto supremo.

Aquella catástrofe llenó de horror al mundo entero: como ya entonces reflejó la prensa, no se sabía si admirar más la entereza de los oficiales que se dejaron hundir después de tratar de imponer la disciplina del salvamento a titos del revolver mientras hacían tocar la música o a la abnegación de las familias que prefirieron morir unidas antes que separarse.

«La esposa del millonario Benjamín Guggenheim se haya en un estado de alienación verdaderamente alarmante», leemos en La Correspondencia de España (18 abril 1912). Esperaba en el puerto, pero su marido nunca llegó. Su hija tenía entonces catorce años. Parte de su fortuna fue para ellas. La otra quedo en manos de su hermano Solomon, también famoso como coleccionista de arte e impulsor de los museos de Nueva York, Venecia, Berlín y el de Bilbao a través de la fundación que lleva su nombre y que de algún modo mantiene el recuerdo de quien quiso vestirse con lo mejor, dispuesto a morir como un caballero.