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Historias de la HistoriaAntonio Pérez Henares

¿De dónde viene la expresión «cornudo y apaleado»?

Todo nace de un suceso que se contrapone con la lóbrega y siniestra suciedad con que se nos pinta la corte castellana de Alfonso VIII

El escritor y periodista Antonio Pérez Henares comienza desde hoy una serie de artículos titulada «Historias de la historia» con la que aspira a encontrar (y explicar) los porqués de muchos de los sucesos y expresiones que nos han marcado como nación hasta nuestros días.

El dicho es viejo y puede que tenga varios orígenes, pero nunca pensé que tan antiguos y documentados, como con él que fui a dar rebuscando para escribir El Juglar, con la ayuda del gran medievalista don Ramón Menéndez Pidal, al que, quienes hoy tanto denuestan, harían bien en antes leer y así, quizás, desasnar.

El sucedido refleja, además, un esplendor y cultura, tan contrapuesto a la lóbrega y siniestra suciedad con que se nos pinta, de la corte castellana de Alfonso VIII, que pasaría después a la Historia como el de Las Navas.

Era entonces un joven rey, aunque ya pasada la treintena, asentado en el trono, relevante entre los soberanos hispanos y temido por las taifas musulmanes. Felizmente casado con Leonor de Plantagenet, hija de la fabulosa Leonor de Aquitania, señora de aquel gran ducado y reina consorte en Inglaterra, tras haberlo sido antes en Francia también. O sea, hermana de aquel piernas, muy glorificado ahora por el cine, llamado Ricardo Corazón de León. La joven reina normanda, casada con Alfonso, cuando ella tenía 10 años y 14 él, había sido ya varias veces madre tras cumplir los 18, se conservaba lozana y alegre. Era ya toda una soberana castellana y ambos habían hecho de su corte, aunque esta sea forzosamente itinerante, lugar de encuentro de juglares y músicos.

Estos iban y venían por el camino de Santiago, de Navarra, de la Occitania o de Aragón y quien nos dejó el relato completo, al detalle y con gracia, fue un trovador catalán de noble parentela y reconocido narrador de «novas», Ramón Vidal de Besalú.

Cuenta el poeta el brillo de aquella corte y como aquel rey «el más sabio, valiente, cortés y dadivoso que hubo jamás en ninguna de las tres religiones», con el que si parece que mal no se portó, mando llamar y juntarse a muchos caballeros, muchos ricoshombres y muchos juglares y cuando el recinto ya estuvo lleno entró por entre aquel gentío, que le abría paso con respeto, la reina Leonor.

Sabemos incluso su vestido aquel día: el cuerpo lo llevaba estrechado entre los pliegues de un manto de seda bermeja, con lista de plata y con un león bordado en oro. Llegó ante el rey, hizo una leve inclinación y se sentó en un escabel preparado para ella.

Iba a comenzar ya la sesión cuando se despertó entre los asistentes un rumor, pues un juglar recién llegado de lejos pedía entrar y llegado ante don Alfonso le rogó ser escuchado y decir su cantar. El rey consintió en ello y, aún más, advirtió: «Quien hable antes de que el juglar haya acabado perderá mi gracia». Callaron todos. El juglar, con donaire, comenzó a contar «la aventura que le acaeció allí en la tierra de donde vengo a don Alfonso de Barbastro». Este era casado con una hermosa, gentil y discreta dama, doña Elvira de la que no debía tener queja alguna. Pero él, recomido por los celos, vivía en un sinvivir y no dejaba de ponerle pruebas y trampas para intentar pillarla en falta.

Tanta y tal fue su contumacia y tan molesta su obsesión, que a la postre causó por hartazgo hacer de su enfermiza sospecha, verdad; y doña Elvira, de continuo ofendida por sus injustos celos, se entregó a los brazos de don Bascuel de Cutanda, el mejor caballero aragonés, quien siempre cortés y sin requerirla a lo carnal, la tenía como su dama de amor cortés.

No quedó la cosa ahí, y aquí viene el porqué de este cuento y ese dicho. Seguía el marido en sus tormentos y maquinó para sorprenderla en falta hacerse el pasar por un pretendiente y comenzar a requerirla con misivas, promesas y regalos intentando conseguir con ella una cita.

Era doña Elvira avisada y el de Barbastro no poco torpe por lo que no tardó en descubrir que el galanteador no era otro sino él. Y con su propio amante fue con quien urdió el escarmiento para el celoso y una irrefutable prueba de su virtud para ella.

Diole cita en lugar oscuro y recóndito. Llegó disfrazado el marido dispuesto a caer como una fiera sobre la infiel. Pero cuando se fue a acercar a ella quien emergió de entre las sombras fue don Bascuel y dando grandes gritos en defensa del honor de la dama, se lio a palos con el, hasta dejarlo tundido y baldado. Vamos, que le pegó un palizón de mucho cuidado hasta que, ya compadecido, dejó que saliera de allí huyendo como malamente pudo.

Y he aquí como don Alfonso de Barbastro, cornudo y apaleado, quedó además muy contento y seguro de la virtud de doña Elvira, su mujer.

Concluyó su relato el juglar, hubo grandes risas en la concurrencia entera, sin faltar siquiera las de los obispos. Todos celebraron la «nova» y a su autor. El soberano encomió al juglar y lo premió con largueza. Y no paró allí sino que quiso ponerle a aquellas «novas» un título para que desde entonces se las conociera por él: «Amonestamiento de Celosos». Y cuentan las crónicas que no hubo después ni barón, ni caballero, ni doncella ni doncel que no entrasen en ganas de aprender aquel cantar.

Puedo dar yo ahora fe y muchos de ustedes también que más de ocho siglos después algo de su son ha llegado hasta aquí. Y que empieza a resultar que, hasta en cosa tan delicada y tan marcada por el rígido concepto del honor conyugal y el mandamiento eclesial, esta Edad Media asoma bastante más permisiva y jacarandosa de como nos habían contado.