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Antonio Pérez Henares
Historias de la HistoriaAntonio Pérez Henares

La primera gran historia de amor de las Indias

Como protagonistas tiene a Alonso Ojeda y Palaaira Jinnu –quien cambiaría su nombre a Isabel tras bautizarse–, hija de un poderoso cacique. Se casaron y se amaron de por vida. Ni la muerte pudo separarlos

Actualizada 04:30

Las expediciones de Alonso de Ojeda obra de Augusto Ferrer-Dalmau

Las expediciones de Alonso de Ojeda obra de Augusto Ferrer-Dalmau

El capitán Alonso de Ojeda fue el primer héroe en las Américas cuando aún no se llamaban así, sino las Indias. El guerrero conquense se convirtió en leyenda tras haber vencido con tan solo 15 hombres y apresando luego con un astuto ardid, unos grilletes dorados, al cacique Caonabo y se rumoreaba que subyugando después con su galantería a su viuda la muy hermosa cacica Anacaona, de trágico final. Fue Ojeda un avezado jinete y lo demostró con su carga en la batalla de Vega Real que hizo desbandarse despavorida a la enorme concentración de tropas tahinas.

Tenía fama de temible espadachín y se decía que se había batido en cientos de duelos sin que nadie consiguiera sacarle sangre. Curtido en las guerras de Granada, valiente hasta la temeridad, tan devoto de María que siempre llevaba una estatuilla suya con él, por lo que se ganó el apodo de Capitán de la Virgen había sido de los primeros en llegar, pues arribó a La Española (hoy Santo Domingo y Haití) en el segundo viaje colombino a los 26 años.

Amigo leal del gran piloto Juan de la Cosa ambos acabaron por desemparejarse de los Colón y, con permiso de la Corona, iniciar expediciones por su cuenta. En la primera de ellas en compañía de Américo Vespucio y un tal Vasco Núñez de Balboa, tocaron Tierra Firme continental por lo que ahora son costas de Venezuela y Colombia. Américo acabaría por darle nombre al Continente, de la Cosa siendo el autor del primer mapa de aquella parte de Nuevo Mundo y Balboa cruzaría de un mar a otro llegando y descubriendo el Pacífico.

Alonso de Ojeda, amen de ponerle el nombre a Venezuela (Pequeña Venecia) por su poblados de palafitos, encontró allí el gran amor de su vida y siendo el adelantado de lo que sería, desde el inicio apoyado por la reina Isabel, la seña diferencial del Imperio Hispano con respecto a cualquier otro y que desmiente y derrumba la mendaz acusación de genocidio y racismo: el mestizaje. Hoy el índice de población indígena y mestiza en los países hispanoamericanos llega a alcanzar porcentajes de más del 90 % en algunas naciones. ¿Saben cual es en EE.UU.?: El 1,1 %. Genocidio eres tú, anglosajón.

Ella se llamaba Palaaira Jinnu, una bellísima guaricha de Coquivacoa hija del mas poderoso cacique de la región. Se encontraron a las orillas del lago Maracaibo y fue la mejor perla que se trajo de aquel viaje. Ella le salvó la vida logrando que su padre acudiera en su ayuda cuando estaba a punto de sucumbir cercado por otras tribus. Cuando Ojeda se hizo de nuevo a la vela, ella embarco con él. Se bautizó como Isabel, casaron y se amaron de por vida. Ni la muerte pudo separarlos.

Dijeron las crónicas que él solo tenía ojos para ella y ella para él y que sus miradas delataban el amor que ambos se profesaban

Ojeda la llevó orgullosamente a España, la vistió con las mejores telas y brocados castellanos y con ella entró en la corte de los Reyes Católicos donde causó una profunda impresión. Era de una belleza sin igual, alta y juncal, esbelta y altiva, de color trigueño, claro su cutis y el pelo, de ojos de almendra y de tan elástico andar que no había quien perdiera la vista, aún sin querer, en su figura. Dijeron las crónicas que él solo tenía ojos para ella y ella para él y que sus miradas delataban el amor que ambos se profesaban. Y, desde luego, nadie osó hacerle ni un requiebro ni un desprecio, pues era de todos conocido el genio vivo y como manejaba el acero el de Torrejoncillo.

La Guaricha lo acompañaría siempre y se mantuvo a su lado en sus momentos de victoria y en los de penuria. Cuando a la vuelta de otro de sus viajes por Venezuela fue traicionado por sus socios y encadenado, ella le salvó la vida, pues el temerario Alonso se lanzó al agua desde el barco, donde estaba cargado de hierros y cadenas, y a punto estuvo de perecer ahogado de no haber sido por la ayuda de la Guaricha que lo rescató en un manglar. Fue ella también quien estuvo con él en aquella expedición de infinitas penurias, saldada con la muerte de su fiel amigo Juan de la Cosa, cuando fueron a tomar posesión de su gobernación de la Nueva Andalucía en lo que es ahora Colombia.

Todo fueron desgracias tras el desembarco en la Bahía del Calamar (Cartagena de Indias). Allí pereció De la Cosa y la mitad de sus tropas alcanzados por las flechas envenenadas de las que milagrosamente Ojeda se salvó. No pudo esquivar otra que le atravesó algún tiempo después el muslo en la primera y efímera ciudad fundada por él en el continente, Santa María de la Antigua del Darién. Su muerte parecía segura, pero Ojeda la burló con un remedio brutal. Se hizo aplicar dos planchas de hierro al rojo vivo por ambos lados de la pierna y con ello, aunque sufriendo terribles dolores, consiguió eliminar el veneno y sobrevivir. Ella empapando en vinagre sabanas y aplicándolas sobre su cuerpo desnudo le ayudó a pasar el tremendo trance. Quien era su teniente entonces, un tal Francisco Pizarro, contempló admirado la operación.

Ojeda se repuso y quiso buscar ayuda embarcando en un bergantín que pasaba por la zona. Resultó ser un barco robado y pirata su patrón y lo apresaron en cuanto salieron de puerto. Acabaron náufragos en Cuba, pero Ojeda consiguió llegar con ellos hasta Jamaica. El jefe pirata fue ahorcado pero el capitán consiguió que perdonaran a los demás supervivientes.

Sin embargo aquellos fracasos y desastres acabaron por quebrar su espíritu. Renunció a su gobernación y ya no quiso embarcarse en expedición alguna. La pareja volvió a reunirse en Santo Domingo con sus tres hijos. La pobreza no les hizo perder su dignidad. Al capitán le dio por frecuentar el convento de San Francisco, entre cuyos frailes había viejos compañeros de armas y descubrimientos, a quienes les pidió, sintiendo llegar ya su muerte, que le pusieran una humilde lápida donde estuviera escrito: «Aquí yace Alonso de Ojeda el desgraciado» y que se le enterrara a la entrada del templo, para que todo el que entrara o saliera hubiera de pisarlo y con ello a su soberbia.

Murió en 1515. A los tres de días de ser enterrado donde y como había dispuesto, un amanecer, los frailes encontraron a Isabel tendida y muerta, abrazando su tumba. No quiso seguir viviendo sin él. No quiso permitir que les separa ni siquiera la muerte.

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