La nación herida
Es necesario afirmarlo sin ambages: España no constituye ninguna anomalía histórica. Su evolución fue en el pasado del todo pareja a la de los otros grandes estados europeos. Incluso podría afirmarse que el nivel de integración cultural y territorial que había alcanzado antes de la era de las revoluciones, en el tránsito entre los siglos XVIII y XIX, era superior, al menos en algunos aspectos. El grado de penetración de la lengua de las futuras élites nacionalizadoras, en nuestro caso el castellano, en las regiones de la Monarquía que poseían lengua propia era mucho mayor, por ejemplo, que el del francés, y mucho más evidente su aceptación por los grupos sociales dirigentes.
La fragmentación del territorio a lo largo de la Edad Media había sido intensa, pero sin duda inferior a la de Francia o Gran Bretaña, y, a diferencia de estos estados, convivía con un sentido de pertenencia de las élites a una entidad común que no existía en aquellas y con la evidente existencia de un proyecto compartido, la expulsión de los invasores musulmanes, que ninguna de ellas poseía. Superada la crisis del siglo XVII, tampoco distinta a las que hubieron de afrontar el resto de los países europeos, amenazados en su estabilidad por el rechazo de las oligarquías regionales a los designios centralizadores y la rapacidad fiscal de los monarcas, el Estado español del siglo XVIII no fue menos constante ni eficaz que el francés o el británico en su tarea de «hacer españoles», y la supervivencia en su seno de instituciones representativas de los intereses de esas mismas oligarquías, barridas casi por completo tras la Guerra de Sucesión, a principios de la centuria, fue desde luego inferior.
La construcción del Estado-nación, también un proceso común a todos los grandes países europeos, se torció más tarde, en el siglo XIX. Confiados en que la Nación era ya cosa hecha, pues el pueblo español se había levantado como un solo hombre contra las tropas de Napoleón, los gobiernos que fueron dando forma al Estado liberal a lo largo de la centuria se relajaron en exceso y renunciaron a desempeñar el papel nacionalizador que la historia reservaba en Occidente a las élites que lo dirigían. Así las cosas, los instrumentos que en el resto de Europa permitieron a los Estados transformarse en naciones merecieron una atención escasa y discontinua. Los intelectuales hicieron su trabajo; los que no lo hicieron fueron los políticos. La pintura, la poesía, el teatro, la novela, la música, incluso la arqueología, buscaron conscientemente a lo largo del XIX «hacer españoles».
Pero no les ayudó la escuela, que renunció a extender el uso del castellano y grabar en las mentes infantiles la pertenencia a una nación común. No lo hizo el Ejército, antes instrumento del orden público que herramienta de nacionalización de los reclutas y vehículo de reverdecimiento de las glorias pasadas. Tampoco los ferrocarriles, trazados en aras del beneficio de las empresas extractoras extranjeras, no de la superación de las distancias, físicas y psicológicas, entre las regiones ni de la construcción de un mercado nacional. Y menos aún los símbolos, la bandera y el himno sobre todo, que llegaron tarde y se usaron poco, como si quienes debían hacerlo no comprendieran que la nación es en realidad un relato, un conjunto de metáforas e imágenes que alimentan rituales e implantan emociones, forjando así un nosotros frente a un ellos.
Ayudó poco, asimismo, el carácter del desarrollo económico español. Lejos de extenderse a todo el territorio, se concentró en unas pocas zonas, Cataluña y el País Vasco sobre todo, impulsando la emergencia de unas burguesías de nuevo cuño que en otras regiones del país apenas existían y que se sentían apartadas de la dirección del Gobierno. Esas regiones poseían, además, peculiaridades culturales y lingüísticas que el romanticismo imperante en la Europa de entonces despertó y reverdeció, incrementando en sus poblaciones la conciencia de pertenencia a una entidad distinta y reconocible. La combinación de ambos procesos, como una receta magistral en la que se hubieran logrado por arte de magia las proporciones exactas, dio a luz movimientos de carácter político que reivindicaban el carácter nacional de sus regiones respetivas y reclamaban un mayor o menor grado de autogobierno. Pero su éxito no estaba asegurado. Con razón escribió Francesc Cambó que «En su conjunto, el catalanismo era una cosa mísera cuando, en la primavera de 1893, inicié en él mi actuación (…) Aquel era un tiempo en que el catalanismo tenía todo el carácter de una secta religiosa».
Fue el Desastre de 1898 el que enardeció los ánimos. Del desprecio al Estado se pasó enseguida al desprecio a la nación, y del desprecio a la nación al proyecto de una propia, bien fuera para dotarla de un Estado, como trató de hacer desde el principio el nacionalismo desaforado, reaccionario y xenófobo de Sabino Arana, inspirador del Partido Nacionalista Vasco, fundado en 1895, o para regenerarlo desde ella, opción preferida del primer nacionalismo catalán encarnado en la Lliga regionalista, que vio la luz en 1901. Y los mitos, los símbolos, las tradiciones, olvidadas, recordados en las décadas precedentes como folklore, surgen ahora con fuerza como arma política de esas burguesías, que tocan a rebato a sus pueblos para alistarlos en la lucha. La España plural, nunca muerta del todo, que había renacido en el mundo de la cultura, resucita ahora en el terreno de la política.
Entonces, y solo entonces, reaccionaron las élites liberales. La bandera y el himno ganaron protagonismo; en las escuelas se impuso la exclusividad del castellano y sobre sus puertas empezó a ondear la enseña nacional; se extendió el servicio militar, limitando la posibilidad de su redención en metálico; se rehízo la flota y se impulsó la industria… pero ya era tarde. España ya no podía ser Francia. Los nacionalismos catalán y vasco estaban ahí, y ya eran demasiado poderosos para vencerlos por la fuerza… lo que vino después ya lo sabemos.
- Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación.