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26 de agosto de 2024

Antonio Pérez Henares
Historias de la HistoriaAntonio Pérez Henares

Alonso de Salazar y Frías, el inquisidor que salvó a las «brujas»

Qué lástima que no haya habido cineasta alguno que se le ocurriera fijarse en un inquisidor de verdad, sabio, valiente y bueno que salvó a incontables mujeres y consiguió que la Suprema del Santo Oficio anulara los procesos múltiples y aquellos juicios delirantes

Actualizada 11:00

Alonso de Salazar y Frías, ilustración de Ricardo Sánchez «Risconegro Creatividad»

Alonso de Salazar y Frías, ilustración de Ricardo Sánchez «Risconegro Creatividad»

En el cine los inquisidores más remalos son siempre, y únicamente, españoles, aunque fuera la Inquisición española la que menos brujas quemó. El sambenito definitivo nos lo colgó, por otro lado, las maravillosas novela y película El nombre de la rosa, donde el ciego y fanático monje –de Burgos para más señas– acaba por entregar a las llamas la biblioteca y el monasterio. Todo un símbolo y una imagen que se clava en la retina y la memoria.

Que lástima, como de costumbre, que no haya habido cineasta alguno que se le ocurriera fijarse en un inquisidor de verdad, sabio, valiente y bueno que salvó a incontables mujeres y que consiguió que la Suprema del Santo Oficio anulara los procesos múltiples y aquellos juicios delirantes. Se llamó Alonso de Salazar y Frías, y este sí que nació de veras en Burgos, en el año de 1564. Estudio Leyes y Teología en las universidades de Salamanca y Sigüenza, donde profesó como sacerdote, para ascender a canónigo en Madrid en 1590 y obtener sonados éxitos jurídicos representando al cabildo. Acabó por recalar en Toledo y el arzobispo Bernardo Sandoval de Rojas, pariente cercano del valido Duque de Lerma, lo nombró inquisidor para el Tribunal de Logroño (1609) contra las brujas de Zagarramurdi.

Cuando Salazar llegó el proceso ya estaba acabando y sus dos compañeros tenían la sentencia dictada. Él discrepó de sus métodos y votó en contra de una sentencia de muerte, la de María Arburu, a la que logró salvar, pero no pudo o no se atrevió a hacer más y firmó junto a ellos. El burgalés se arrepentiría de por vida de haberlo hecho. En el Auto de Fe de 1611 murieron seis en la hoguera, cinco se salvaron de la pena máxima al serlo solo en efigie y 19 alcanzaron el perdón y fueron 'reconciliados'. Las dudas tras ello se agrandaron aún más en el ánimo de Alonso, cada vez más convencido de haber cometido una terrible injusticia.

Los hechos y las pruebas que logró consiguieron poner fin a aquel terror y aquella histeria desatadas

Porque además, lejos de calmar la histeria, el Auto de Fe desató una fiebre por la caza de brujas en toda la región que se materializó en miles de acusaciones. Alonso de Salazar, cada vez con más dudas sobre la culpabilidad de los condenados, arrepentido y consternado por lo que estaba sucediendo, decidió, apoyado por el obispo de Pamplona, trasladar al Consejo de la Inquisición sus preocupaciones, y éste le ordenó viajar al Pirineo e intentar esclarecer lo sucedido. Inició su viaje, que duraría ocho meses, por las montañas, los valles ocultos y los pueblos perdidos desprovisto de prejuicio, buscando la verdad. Los hechos y las pruebas que logró consiguieron poner fin a aquel terror y aquella histeria desatadas.

Una histeria que, en realidad, había empezado al otro lado de las montañas, en la parte francesa, y luego contagiado su fiebre al sur de éstas, donde un terrible juez, Pierre de Lancré, ya llevaba en 1609, antes de iniciarse el proceso de Logroño, quemadas vivas cerca de 80 personas entre brujos y brujas, cifra que iba a aumentar hasta superar las 600 en tan solo un año y a poner las bases de muchos otros procesos que seguirían llevándolas a la hoguera en Francia durante todo un siglo.

"Auto de fe", pintado por Pedro Berruguete en 1475

«Auto de fe», pintado por Pedro Berruguete en 1475

Alonso de Salazar regresó de su periplo con 1.802 confesiones y una certeza: «No hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello». Más de mil de estos supuestos «brujos» tenían menos de ocho años y no halló prueba de la existencia de poderes sobrenaturales algunos.

Lo que en verdad había hallado era miedo, superstición, denuncias falsas y un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes en tropel, auto inculpándose –muchos de ellos niños–, confesando que un vecino los llevaba de aquelarre y que ellos mismos eran ya expertos brujos. Venían muchachas a cientos afirmando que en sueños les habían poseído y desflorado el Diablo. Les hizo mirar por matronas, y todas las doncellas, menos una, seguían siéndolo.

Otros se le acercaban para retractarse de la confesión previa que habían hecho llevados por las torturas en sus pueblos a manos de sus vecinos, y muchos más acudían para ser 'reconciliados' y perdonados, mientras otros se auto inculpaban para de inmediato pedir confesión y retractarse y así protegerse de futuras denuncias, en muchos casos hechas para arrebatarles sus tierras o por simple venganza. Los supuestos ungüentos preparados con entrañas de recién nacido, sangre de sapo y semen de ahorcado fueron certificados por galenos y boticarios como simples cocciones de hierbas. Él mismo probó, en su perro primero y luego en su persona, venenos que se decían matarían a mil personas con un solo frasco, y dejó anotado que ni siquiera había sufrido dolor de tripas.

Regresó con la conciencia dolorida, convencido de que había contribuido a quemar inocentes y de que las brujas no existían sino en la imaginación de las gentes y en la mente de algunos inquisidores, que se lanzaron contra él por decirlo.

Alonso de Salazar inició su particular combate. Escribió un memorial sobre todo e intentó hacerlo llegar a la máxima autoridad inquisitorial, pero sus cartas fueron interceptadas por sus dos compañeros de Tribunal, que le acusaron de estar poseído por el demonio. No cejó. Finalmente, logró hacer llegar su Informe al Inquisidor General, su amigo el arzobispo Sandoval y Rojas, en el que demostraba la nula fiabilidad del juicio, la ausencia de pruebas, las contradicciones y la falsedad de las acusaciones.

Tras la revisión del caso, propiciada por él, y ordenada por el Consejo de la Suprema Inquisición, abjuró de la sentencia que él también había firmado al considerar que se había cometido una «terrible injusticia» y escribió con enorme sinceridad y arrepentimiento:

«Cometimos culpa el tribunal… [al no reconocer] la ambigüedad y perplejidad de la materia. Cometimos [defectos] en la fidelidad y recto modo de proceder… en que no escribíamos enteramente en los procesos circunstancias graves… ni las promesas de libertad que les hacíamos y otras sugerencias para que acabasen de confesar toda la culpa que queríamos, reduciéndonos nosotros mismos a escribir sólo para llevar mayor consonancia de hacerlos culpados y delincuentes. Tanto que también por esto dejamos de escribir muchas revocaciones».

En la práctica consiguió medidas que supusieron la abolición de la quema de brujas en España cien años antes que en el resto de Europa

Consiguió la victoria, la de la razón frente al delirio. En 1614 el Tribunal Supremo de la Inquisición aceptó sus tesis y promulgó el Edicto de Silencio para acabar con las delaciones, las acusaciones y las envidias. Estableció una serie de cautelas y garantías: no aceptar confesiones bajo tortura o de niños. Se desacreditó el medieval Malleus Maleficarum, que había sido el manual seguido hasta entonces por el Santo Oficio sobre brujería y que se basaba en leyendas y casos sin confirmar.

En la práctica consiguió medidas que supusieron la abolición de la quema de brujas en España cien años antes que en el resto de Europa y que dieron fin en nuestro país a los grandes procesos por brujería. Las acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el pirineo navarro, y la propia Inquisición paralizó en 1616 un proceso civil iniciado en Vizcaya que evitó fuera quemada ninguna bruja. Cien años antes que en el resto de Europa.

Mientras, en Francia se seguirían quemando a cientos cada año, y en Centroeuropa, en especial en Alemania, a miles, llegando a sobrepasar allí las 40.000 victimas mortales. De la locura que siguió asesinando en Europa a incontables mujeres inocentes se salvaron en gran parte los países mediterráneos, y en concreto España. Gracias a Salazar, al buen inquisidor burgalés, el de verdad, solo hay recogidas documentalmente, y en España siempre se documenta burocráticamente todo, hasta lo peor, 59 ejecuciones de brujas.

Así lo han establecido tras un exhaustivo trabajo de muchos años los dos más grandes y documentados historiadores del asunto, el español, catedrático emérito de Alcalá de Henares y el danés Gustav Henningsen, quienes han rendido justo homenaje al personaje en su libro El abogado de las brujas como antes lo había hecho ya Julio Caro Baroja en Las Brujas y su Mundo.

Su aguda inteligencia quedó demostrada también en su afilado sentido del humor pues como conclusión a la superchería de la capacidad de que las brujas volaran por el aire, mataran con tan solo una mirada, pudieran colarse por el ojo de una cerradura o convertirse en cualquier animal a su antojo, aconsejaba con ironía que si tal fuera verdad y ellas capaces de hazañas «a las brujas la ley debería reclutarlas para el Rey en lugar de perseguirlas», pues con tales poderes harían invencibles sus ejércitos.

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