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Luis E. Íñigo

Un nacionalismo contraproducente

En el corazón y la mente de muchos españoles quedó grabada a fuego una identidad peligrosa. España y la Dictadura, España y derecha reaccionaria eran lo mismo, de modo que luchar contra el franquismo era luchar contra España

Nuestra última guerra civil fue más que un conflicto entre dos visiones irreconciliables del hombre y de la historia; se trató también de una pugna a vida o muerte entre dos proyectos incompatibles de nación. El primero, impulsado por los partidos republicanos, había aceptado, aunque a regañadientes, más como un mal necesario que como un tesoro valioso, una visión plural de España. Esta visión suponía en lo cultural reconocer sus diferencias regionales y en lo político, aceptar la puesta en marcha de un modelo de Estado que se apartaba del centralismo ensayado con mediocres resultados durante todo un siglo. Ambas renuncias, a la homogeneidad cultural y al centralismo, se hacían en nombre de un bien mayor: la consolidación de la unidad de España sobre el cimiento firme de la integración en el proyecto común de quienes se habían apartado de él para impulsar sus propios proyectos nacionales alternativos en las regiones más adelantadas del país.

La viabilidad del proyecto era dudosa. La lealtad de los nacionalismos catalán y vasco, como demostró su actitud durante la guerra, no podía darse por hecha. Sin embargo, el triunfo del bando franquista la destruyó por completo y abrió la puerta a la imposición por la fuerza del otro proyecto nacional, el encarnado por las derechas, en el que no cabía sino un modelo de Estado, el centralista; una lengua y una cultura, las castellanas, y una visión del pasado y del futuro, el construido sobre la religión católica como esencia última de lo español. A partir de tales postulados, los vencedores se entregaron a la tarea de nacionalizar a las masas con una intensidad nunca vista.

Cada aldea, cada pueblo, cada villa del rincón más remoto de aquella nación exangüe se llenó de cruces y banderas, unidas en abrazo indisoluble; vio cómo resonaban en sus plazas las invocaciones al caudillo salvador de la patria, y escribió con tinta roja en los muros de sus iglesias los homenajes a los mártires caídos por Dios y por España. En cada escuela los maestros modelaban en las dúctiles mentes de los niños, en un castellano que volvía a ser la lengua del Imperio, el desprecio por las culturas regionales; sembraban el amor a la España una, grande y libre, y oficiaban el culto a sus héroes, su fe y sus tradiciones.

Toda religión, y el nacionalismo lo es, se cuida bien de dotarse de mitos y ritos que proporcionan señas de identidad a la comunidad que deposita su fe en ella mediante la sacralización previa de una entidad política. También el franquismo, como ha escrito Zira Box, construyó un universo simbólico coherente elaborado a partir de un poderoso conjunto de mitos en torno a la idea sagrada de nación. Fue este nacionalismo desmedido, el único rasgo que compartían las diversas familias políticas de la derecha autoritaria española que sustentaban el régimen, lo que apuntaló su estabilidad durante casi cuatro décadas a pesar de sus palmarias diferencias ideológicas. Hubo, claro, diferentes narrativas nacionalistas. Era imposible que falangistas y carlistas coincidieran por completo en su visión de la historia de España, o que lo hicieran luego militares y tecnócratas acerca de la política económica más conveniente para el país. Pero la sacralización absoluta de la nación nadie la cuestionaba, y fue de ella y de sus mitos de donde el régimen extrajo su legitimación ante buena parte de la sociedad española, asegurándose así, con la ayuda de un grado decreciente de violencia, una pervivencia que ni el más avezado de los observadores le habría augurado en un principio. El franquismo fue, antes que ninguna otra cosa, un nacionalismo español exacerbado y excluyente.

La arquitectura, el cine y la literatura difundieron los nuevos mitos y grabaron en la mente de los españoles los nuevos símbolos. Un asfixiante adoctrinamiento se ejerció sobre las masas. La nación se imponía, no se dialogaba. Y, sin embargo, la nueva España, que era en realidad la vieja, no triunfó. Durante cuarenta años, borrados como por ensalmo los testimonios de quienes se oponían, pareció no quedar huella de la otra España, la abierta, la plural; parecieron extinguidas las Españas de la periferia, las que no querían serlo. Pero no era cierto. El proyecto de la España tradicional no podía triunfar. No podía hacerlo porque no tenía nada que ofrecer, nada con lo que atraer al discrepante; porque carecía de otro argumento que la represión; porque solo era capaz de convencer al que ya estaba convencido; porque suponía enterrar a medio país bajo el peso del otro medio. No podía hacerlo porque aquel proyecto, heredero del encarnado un siglo antes por los carlistas o dos centurias antes por los enemigos de la Ilustración, no era en realidad un proyecto, sino la negación de todo cambio, la muerte de todo progreso, la congelación imposible del tiempo y de la historia.

Pero fue aún peor que eso. En el corazón y la mente de muchos españoles quedó grabada a fuego una identidad peligrosa. España y la Dictadura, España y derecha reaccionaria eran lo mismo, de modo que luchar contra el franquismo era luchar contra España. Y una idea vergonzante de la nación, una versión descafeinada y huera del patriotismo, fue abriéndose paso, entre los intelectuales primero, entre los políticos luego, en amplias capas de la sociedad más tarde. La izquierda traicionaba la idea de España. Muchos ya no decían España, sino este país; no hablaban ya de nación, sino de Estado. Y escuchaban con inconsciente simpatía la retórica de los nacionalistas catalanes y vascos, impregnada, como la misma retórica franquista, de manipulaciones insostenibles del pasado, obsesión identitaria y desprecio de la diferencia, semillas indiscutibles de futuras amenazas para la convivencia. La democracia, que trataría otra vez de poner en marcha por la vía del diálogo el proyecto republicano de España plural, sería víctima de esa herencia envenenada. El franquismo no había terminado de hacer la nación española; la había deshecho un poco más.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación.