Así fue la proclamación de Isabel la Católica, la reina que no estaba destinada a gobernar
Diseñó toda una «escenografía» que era un aviso de lo que vendría en su reinado: ni los nobles, ni siquiera su marido, iban a condicionar sus decisiones. Ella era la reina legítima
Hace casi 550 años, el 12 de diciembre de 1474, se produjo un hecho en Castilla que cambiaría la historia de la futura España, y del mundo entero: el fallecimiento de Enrique IV, hermanastro mayor de Isabel la Católica, y la proclamación de esta como reina.
Fue Enrique un monarca mediocre, títere de los intereses e intrigas de las familias nobiliarias castellanas, con una supuesta hija –Juana– que en ocasiones había sido reconocida por él, y en otras había negado ser su padre aludiendo en su conocida impotencia. El de «Beltraneja» fue posiblemente el más amable de los apodos que recibió la hija de la reina Juana y un padre desconocido, aunque todo apunta a que fue uno de los hombres de la corte del rey, don Beltrán de la Cueva.
A lo largo del reinado de Enrique IV, las propuestas de sucesión real habían pasado por distintos episodios: fueron candidatos a sucederle su hermanastro Alfonso, más pequeño que Isabel, su cuñado Alfonso de Portugal, su hija Juana… Todo un sinsentido que, como era de esperar, causaría grandes perjuicios al reino tras la muerte del monarca.
A esto se sumaba la decisión que su hermana Isabel había tomado de casarse con el heredero de Aragón, Fernando. Y la razón, como señalaba la entonces princesa era únicamente el bien de su reino: preveía así una futura unión entre las dos coronas más fuertes de la Península Ibérica.
Isabel se encontraba en Segovia (su hermano el rey le había permitido instalarse en el Alcázar junto a Fernando), cuando le llegó la noticia de la muerte del rey. En ese momento, se puso de manifiesto la grandeza de una reina, como mujer y como estadista. Diseñó toda una «escenografía» que era un aviso de lo que vendría en su reinado: ni los nobles, ni siquiera su marido, iban a condicionar sus decisiones. Ella era la reina legítima, y la ley de sucesión castellana le permitiría gobernar con plenitud de poderes.
Imaginemos la ciudad de Segovia en el último cuarto del siglo XV. Algunas grandes edificaciones salpicaban el paisaje yermo de Castilla. El Alcázar, símbolo del poder de la realeza; la catedral, erigida como muestra de la vinculación entre la Iglesia y la Corona; iglesias, como la de San Martín, con su pórtico románico, o la de San Miguel, junto a la Catedral.
Imaginemos también el ambiente entre los cortesanos, de distintas facciones nobiliarias: unos, dispuestos a sacar partido del enfrentamiento por la Corona entre Isabel y Juana la Beltraneja. Algunos preparados para apoyar a Isabel convencidos de que, al igual que había hecho su hermano, les pagaría con creces su apoyo en el ascenso al trono. Otros, queriendo sacar tajada de los portugueses, dispuestos a jurar la legitimidad de la princesa Juana como hija verdadera del rey Enrique.
Y Fernando, casado con Isabel en 1469, ¿dónde estaba? Nada menos que en la guerra del Rosellón, defendiendo con sus armas los intereses de la Corona de Aragón, de la que era príncipe heredero.
Vayamos a esa puesta en escena con la que Isabel demostró a todos que nadie iba a marcar las líneas de su reinado, salvo ella misma.
Organizó inmediatamente el funeral del rey, con todos los honores, en la iglesia de San Martín. La reina asistió a la ceremonia con una capa oscura, que mostraba su duelo por el rey. Y, para sorpresa de muchos, al salir de la iglesia, se despojó de sus ropas de luto, dejando ver debajo de las mismas un atuendo de ceremonia, propio de una reina. Realizó andando el camino que separaba la iglesia de San Martín de la cercana San Miguel, y allí fue proclamada reina de Castilla, con todo el boato propio de esta ceremonia. La noticia se extendió rápidamente por toda la Península. Este gesto de hechos consumados dejó muy claro a todos el carácter de la reina, su capacidad de estadista, y su negativa rotunda a dejarse manejar.
Tras la proclamación, como era de esperar, estalló una guerra entre reinos (Castilla y Portugal), y a la vez una guerra «doméstica»: su esposo, heredero de Aragón, no toleraba que Isabel hubiera sido proclamada reina de Castilla sin su presencia y aceptación. Los derechos de sucesión en Aragón eran diferentes: la mujer no podía recibir plenos poderes como soberana. Posiblemente Fernando -otro gran estadista- había imaginado que los poderes de gobierno en Castilla, igual que en Aragón, recaerían sobre él. Y se encontró, de la noche a la mañana, con que era rey consorte de Castilla. Sin duda esto supuso un duro golpe, y su entorno comenzó a levantar protestas por la actuación de Isabel, al margen de sus esposo.
La guerra entre Castilla y Portugal se prologó durante cerca de cinco años (en 1479 se firmarían los Tratados de Alcaçovas -Toledo). El conflicto familiar se resolvió mucho antes, mediante una sentencia arbitral, conocida como la Concordia de Segovia, el 15 de enero de 1475. Realmente fue un arbitraje, sancionado por los obispos Mendoza y Carrillo: a falta de varón en la línea de sucesión, a la mujer correspondía ceñir la corona y reinar. Isabel, además, firmó un documento que daba a su marido los mismos poderes que ella misma, ausente o presente: en adelante todas las cosas se harían a nombre «del Rey y de la Reina». El cronista Hernando del Pulgar supo reflejar, no sin cierta sorna, esta unión de gobierno cuando, al hablar del nacimiento de la princesa Juana, señaló: «los reyes parieron una hija». Todo iba a ser cosa de dos a partir de entonces.