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11 de septiembre de 2024

Huevos Fabergé

Huevos Fabergé

Dinastías y poder

¿De dónde viene la afición de las zarinas por los huevos Fabergé?

Realizados en lujosos metales, esmaltes y piedras preciosas engarzadas en estilos orientales y barrocos, la zarina imperial Dagmar de Dinamarca ordenó que enviase uno a palacio cada año

Dagmar de Dinamarca se convirtió en zarina imperial tras su matrimonio con Alejandro III. Éste, de fisonomía corpulenta pero muy sensible al arte, quedó gratamente impresionado por la minuciosidad de un orfebre establecido en San Petersburgo. Y quiso deslumbrar a su esposa con uno sus huevos esmaltados, realizado artesanalmente por Carl Fabergé para conmemorar la Pascua. Al recibirlo, la emperatriz añoró su patria pues estaba inspirado en uno que recordaba de las colecciones reales danesas: un huevo con cáscara de platino que contenía dentro uno más pequeño de oro que al abrirse descubría una diminuta gallina.

Era el año 1885 y tanto le gustó, que ordenó que enviase uno a palacio cada año. Realizados en lujosos metales, esmaltes y piedras preciosas engarzadas en estilos orientales y barrocos. Así hasta la muerte del zar. Su hijo, Nicolás II quiso mantener la tradición con su esposa, la adusta e inconveniente para los intereses rusos Alejandra de Hesse. El último de los huevos Fabergé jamás llegó al Palacio de Invierno. La Revolución Bolchevique terminó con esta tradición imperial y con la mayor parte de miembros de esta dinastía.

Carl Fabergé trabajando en 1900

Carl Fabergé trabajando en 1900

Aunque nacida en Copenhague, Dagmar logró adaptarse con agrado a las frías estepas rusas. Era hermana de la reina Alejandra del Reino Unido (esposa de Eduardo VII) y mujer de fuerte carácter que impuso muchas de sus costumbres en su nueva corte. Aunque viajaban continuamente a Europa, María Fiodorovna –nombre que adquiere al entroncar con los Romanov–, añoraba su tierra.

Por eso el zar, de políticas autoritarias y reacio a muchas de las medidas aperturistas que había aprobado su padre Alejandro II, el «libertador de los siervos», siempre quiso complacer a su esposa. En los aspectos domésticos, la Familia Imperial Rusa, aunque pueda parecer lo contrario, era muy cercana y afectuosa. Así se describe en gran parte de los trabajos del historiador estadounidense Robert K. Massie, premio Pulitzer y uno de los mayores conocedores de esta dinastía imperial.

El zar ordenó que cada año, con motivo de la Pascua, la fiesta más importante del calendario de la Iglesia Ortodoxa, se le hiciese llegar a la zarina una de estas piezas únicas de Fabergé. Era costumbre celebrarlo con tres besos y el intercambio de huevos de Pascua, símbolo y deseo de una larga vida. Estaría confeccionado con sorpresa interior en miniatura alusiva a motivos de la cultura del pueblo y dinastía rusa. Alguna de estas piezas puede verse en las fotografías reales de la época, en el interior de las vitrinas que decoraban el palacio imperial.

Vitrinas que muestran los huevos de Pascua imperiales de Fabergé pertenecientes a la emperatriz viuda María Fiódorovna Románova

Vitrinas que muestran los huevos de Pascua imperiales de Fabergé pertenecientes a la emperatriz viuda María Fiódorovna Románova

Alejandro III murió en Crimea, en su palacio de Livadia, aquejado de nefritis. Era el año 1894 y fue una muerte casi repentina. A su primogénito y sucesor apenas le dio tiempo para asumirlo. De repente, el apocado Nicolás II, con veintiséis años, se había convertido en zar. Todo apunta a que no quería serlo, que hubiese preferido llevar una vida de mujik, alejado de las responsabilidades de gobierno. Pero no pudo ser. A su lado estaba su esposa, una princesa de origen alemán que jamás encajó con el eclecticismo cultural ruso, ni tampoco con su pueblo. Vivía atormentada ante la ausencia de un heredero varón. Y cuando lo hubo, el pequeño Alexei, nació enfermo.

Víctima de una hemofilia de la que ella había sido transmisora. La fatal herencia femenina de la emperatriz Victoria, su abuela. Pero Nicolás II adoraba a su familia y sobre todo a Alejandra, por la que siempre se dejó influir. Para complacerla –aunque a su favor cabría resaltar que no era ambiciosa en lo material, como tampoco lo era el zar– decidió mantener la tradición de los huevos Fabergé, que siempre le habían llamado la atención de la colección personal de su suegra. Quizá fue su único punto de unión. Porque ellas nunca se entendieron. Más bien se detestaban. Líos cortesanos que en resultaron nefastos para el Imperio.

En febrero de 1917 comenzó la Revolución. Alejandra y sus hijos se refugiaron en Tsarkoye Selo. Nicolás marchó al frente para liderar al Ejército Imperial que todavía le veneraba. Fracasó. Luego vino su abdicación y el posterior periplo a través de un destino incierto que los salvase de las garras bolcheviques. Fueron asesinados por orden del soviet de Ekaterimburgo en julio de 1918. Nunca hubo nuevos «huevos Fabergé». El último, el de 1917, ya no salió de los talleres. Era el más simple. Corrían tiempos difíciles.

En total se habían fabricado cincuenta y dos huevos de Pascua para los zares. Verdaderas obras maestras de la orfebrería. Los bolcheviques los requisaron y trasladaron al Kremlin. Stalin vendió alguno de ellos para financiar el gobierno comunista y su ascenso al poder. Se conservan cuarenta y seis de la colección imperial en diferentes museos. Carl Fabergé escapó de Rusia con el apoyo de la Embajada británica a través de Finlandia. Murió en Suiza en 1920.

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