En el recuerdo ya no pican los mosquitos
Los dejé en Portobelo, defendida por cinco fuertes y protegida por su Cristo Negro y ahora los recojo de nuevo en el Pacífico al que volvemos para acampar en la aislada playa de La Goleta, en el archipiélago de las Perlas, descubierto, y bien aprovechado, por Balboa
Según vayan pasando lo días desde el regreso de la expedición se nos irán tamizando los recuerdos. Poco a poco van posándose unos, diluyéndose otros y hasta emergiendo alguno al que de inicio no se le había considerado en exceso destacable. Todos ellos van ganando o perdiendo rango paulatinamente hasta acabar por irse solidificándose y ordenándose en el relato de la vivencia, para quedarse fijados en la memoria. Pero el proceso no queda definitivamente concluido hasta que se produce un cambio cualitativo y determinante, un momento mágico e imperceptible del que no somos conscientes pero que resulta trascendental. Y ese no es otro que el instante en que en el escenario mental al que retornamos ya no nos pican los «mosquitos».
Quien dice mosquitos dice, además, otra ristra de similares bichejos, aunque no sean voladores, como las minúsculas «coloradillas» del Darién o las invisibles «chitras» del archipiélago de las Perlas que me dejaron el cuerpo hecho un acerico. No llegué a verlas ni me zumbaron en los oídos, pero mi piel aún las recuerda y mientras dure su huella no se producirá el necesario clic mental del que les hablo.
Que llegará. Siempre lo hace, por pura y bendita autodefensa neuronal propiciatoria de su olvido, pues han sido el tormento de nuestros días y la tortura de nuestras noches y de la que retornados aún no podemos sacudirnos hasta que haya desaparecido el último habón y la posterior roncha. Sólo entonces se borrarán por fin y es cuando ya lo podremos contar con otra cara y otras luces. Porque dentro de nada, cuando lean esto quizás, al recordarlo ya no piquen los mosquitos.
De hecho, he de reconocer que ya me empieza a pasar al completar esta última Crónica de Indias y dar cuenta de los últimos días por las tierras y el doble océano panameño.
Los dejé en Portobelo, la ciudad que fue Aduana (Contaduría) de todo lo que iba y venía de España a Tierra Firme del Nuevo Continente, defendida por cinco fuertes y protegida por su Cristo Negro y ahora los recojo de nuevo en el Pacífico al que volvemos para acampar en la aislada playa de La Goleta en la isla de Pedro González en el archipiélago de las Perlas, descubierto, y bien aprovechado, por Balboa. Allí se recogieron muy hermosas y hasta hace nada, se cargaron el invento como a nuestras Majórica, las artificiales made in China, se cultivaron.
Quedamos a nuestro albur y aislados y nos la prometimos muy felices hasta que por la noche del primer día se nos desató un infierno huracanado. Hubo que sobreponerse y la recompensa fue buena. Los siguientes días que pasaron a ser tres tuvieron dificultades, pero acabaron siendo de los perdurables en los recuerdos. Telmo aprovechó una hermosa mañana para la recreación de la toma de posesión del Pacífico por parte de Balboa con mucha exactitud en el parlamento y en lo que se pudo en escenografía El de poder dar una conferencia sobre los piratas y el fin de Drake alrededor de una gran hoguera en la playa es el que me guardé en la mochila.
Dos expediciones de pesca, participé en una de ellas, consiguieron un importante número de capturas. Peces sierra, pargos, meros, dentones y algún pequeño túnido se unieron a las conseguidas por algunos buenos buceadores con arpón. Fueron con presteza destripados, desescamados y lavados y a la brasa sus carnes y en el caldero sus cabezas gozosamente comidos. En una laguna semiconectada con el mar había cocodrilos, tres llegaron a verse, pero los lagartos quizás se barruntaron que podían pasar de predadores a presa y procuraron no volver a asomar el morro.
Tras cuatro días allí se retornó ya a la capital para el acto de recepción en la Embajada de España ofrecida por el embajador Guzmán Palacios acompañado del cónsul Mario Crespo, que ha sido un gran apoyo durante todo el viaje.
Como a la ida, el regreso se hizo escalonado y en dos grupos. El día 8 de agosto la expedición al completo ya estaba de regreso en Madrid. Y esta vez, aleluya, ni se quedó nadie atrás por el trapacero overbooking ni Iberia perdió una partida de mochilas. Como me sucede, salvando las distancias en mi contra, lo que confiesa Karen von Blixen («Isak Dinesen») en Memorias de África : «No soy buena para las despedidas, soy mejor para los recibimientos», cogí mi macuto, de los primeros en llegar, y salí a escape con miedo a que mi perro Thorin me hubiera aborrecido por abandono. Pero le habían dicho que volvía y llevaba una hora esperándome. Nada más barruntarme comenzó a mover el rabo a ritmo de ventilador acelerado. Los dos tan contentos. Y empezaron a desaparecer los mosquitos, coloradillas y chitras del recuerdo.