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Alcide de Gasperi

Alcide de Gasperi

70 años

Así fueron los últimos meses de De Gasperi, el estadista católico que edificó la Italia contemporánea

El 19 de agosto de 1954, rindió el alma pronunciando el nombre de Jesús y decepcionado de las divisiones que ya caracterizaban a la política transalpina

El 19 de agosto de 1954, hace setenta años, rendía el alma a Dios, en su casa de Sella di Valsugana, cercana a Trento, Alcide de Gasperi, «Gesú». Jesús, fue, según su hija María Romana, la última palabra que pronunció. Unos días antes, en la primera semana del mes, recibió una carta del Patriarca de Venecia, cardenal Angelo Giuseppe Roncalli, con el que correspondía de forma habitual. «¿No trabajamos ambos en la misma visión común del Bien social y de la paz?», le escribía el futuro Papa Juan XXIII. Bien social, otra forma del Bien común, concepto esencial de una Doctrina Social de la Iglesia que inspiraba a ambos. A cada uno en su respectivo ámbito de competencia. De Gasperi le respondió.

Sin embargo, el asunto que más le preocupaba en esas últimas semanas de su existencia era la suerte del proyecto de Comunidad Europea de Defensa, proyecto de Ejército europeo, en el que podría integrarse Alemania Occidental. El proyecto fue definitivamente rechazado por la Asamblea Nacional francesa el 30 de agosto.

De Gasperi se lo rumiaba, pero esa decepción anticipada no fue óbice para que dedicase buena parte de sus últimos esfuerzos a seguir sentando las bases de la incipiente construcción europea. A sabiendas del deterioro de su estado de salud –el viaje a París supuso un auténtico calvario–, aceptó, en mayo, ser elegido primer presidente de la Asamblea Parlamentaria de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, antecesora de la actual Eurocámara. Era un acto de coherencia consigo mismo –había nacido en 1881 como ciudadano del Imperio austrohúngaro, antes de la incorporación del Trentino a Italia en 1919– y con el ideario de la Democracia Cristiana.

De Gasperi se dirige a la multitud en Bolonia, 1951

De Gasperi se dirige a la multitud en Bolonia, 1951Hulton Archive

Baste recordar que, en noviembre de 1948, tres años después de asumir por primera vez la jefatura del Gobierno, se dirigió a los asistentes de las «Grandes Conférences Catholiques» de Bruselas, diciéndoles lo siguiente: «Contra las fuerzas instintivas e irracionales, contra la mística del materialismo revolucionario, no existe otra vía posible que el recurso a la instancias de nuestra civilización común: hemos de constituir la solidaridad de la razón y del sentimiento, de la libertad y de la justicia. […] La primera defensa de la paz descansa sobre un esfuerzo unitario que también incluya a Alemania, eliminando el peligro de guerra, de revancha y de represalias». De ahí que apoyara sin reservas el plan elaborado en mayo de 1950 por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, y suscrito igualmente por el canciller de Alemania Federal, Konrad Adenauer. Tres católicos, tres democristianos para iniciar la unificación de un Viejo Continente devastado por la Segunda Guerra Mundial.

Su contribución a la construcción europea fue un aspecto esencial de su testamento político. Ya en 1953, era consciente de que su final se acercaba. Como señaló quien fuera su mano derecha, Giulio Andreotti, «Había hecho toda la campaña [electoral] de 1953 con un nivel de azotemia que suele considerarse mortal. Sudaba mucho en los mítines y siempre tenía que tumbarse en el sofá al final. El diagnóstico oficial fue flebitis. Fue tratado por dos médicos, Borromeo y Caronia, y ocultó al otro el tratamiento prescrito por uno. Pronunció su último discurso en el congreso de la D[emocracia] C[ristiana], en junio de 1954, hablando del interclasismo del electorado democristiano y llamando al partido a la unidad. Estaba agotado. Su voz seguía siendo firme, pero su palidez era llamativa. Para darle un descanso, se dijo que tenía que saludar a una delegación de democristianos alemanes. Así que interrumpió su discurso, que luego reanudó con dificultad».

Precisamente, en ese discurso de Nápoles en junio de 1954, De Gasperi pidió encarecidamente a sus compañeros de partido que permanecieran unidos. Sabía de lo que hablaba: en 1953, pese a haber ganado las elecciones, no obtuvo la confianza de las cámaras –en Italia sigue rigiendo un bicameralismo perfecto–, por lo que presentó su dimisión.

Había sido víctima de las primeras luchas intestinas en el seno de la DC –la crisis ministerial de julio de 1951, por ejemplo– y de diferencias con sus socios de coalición. La política italiana contemporánea empezaba a mostrar su peor cara. Pero no pudo llevarse por delante el legado de De Gasperi: la consolidación de la democracia tras más de veinte años de fascismo.

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