La primera vocación y gran sueño de Cervantes
No quería ser escritor, sino capitán de los tercios
Hoy es considerado el mayor genio universal de la literatura, su obra El Quijote es el libro de ficción más conocido y reconocido en el mundo, aunque en vida lo fue bastante menos y estuvo perseguido por la estrechez y, en la vejez, incluso, la pobreza, aun habiendo obtenido importantes éxitos y ver triunfar al menos a su obra cumbre.
Pero no fue la literatura la primera vocación y el objeto de sus sueños no solo de joven, sino mantenidos y perseguidos con valor y tesón. Lo que Miguel de Cervantes quiso ser, con toda su alma y empeño, era soldado, que lo fue, y llegar a alcanzar honor y rango en la milicia, en los imbatibles Tercios además, que a punto estuvo de conseguir por sus indudables méritos en combate cuando la desgracia encarnada en una galera berberisca los truncó.
Pero ni siquiera el acabar cautivo en las mazmorras de Argel le hizo desistir. Peleó por ello y solo sus heridas, quebrantos y desgaste por la edad, lo hicieron desistir. Cambió una vez liberado, tras continuos intentos de fuga y cuando ya lo iban a llevar a una prisión de la que no hubiera podido regresar jamás, la espada por la pluma y la humanidad se enriqueció con su genio, aunque los tercios hubieran perdido a un excelente capitán.
Pues a eso, a ser elevado a tal rango, volvía desde Italia a España, tras haber combatido y sido herido en Lepanto y luego en diferentes frentes por todo el Mediterráneo. Traía con él y bien guardadas cartas de recomendación nada menos que don Juan de Austria, hermano del rey Felipe II, en la cima de su prestigio tras la aplastante victoria contra los turcos, y del virrey, el duque de Sexa. Fueron esas cartas las que a la postre supusieron no su ascenso, sino la peor de sus desgracias, pues los piratas argelinos al descubrirlas entre su ropa entendieron que debía tratarse de alguien de alcurnia y poder económico, algo que en absoluto era así, y pidieron por él un desorbitado rescate que su familia no pudo pagar.
Hubo pues, antes del Miguel de Cervantes Saavedra (el segundo apellido fue añadido cuando comenzó su carrera en las letras) un joven valiente, temerario incluso, un soldado curtido en numerosas batallas, comenzando por «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros», cómo el mismo describió en el prólogo en la segunda parte, la victoria sobre el imperio otomano en el golfo de Lepanto. Antes de ser apresado había pasado los últimos seis años sirviendo en el Tercio Lope de Figueroa a las órdenes de Manuel Ponce de León. Fue cuando ya llegaba a la península, y teniendo ya a la vista Palamós, cuando la galera en la que venía con su hermano Rodrigo, soldado también, fue apresada por los piratas berberiscos y conducidos como cautivos a Argel. Allí murieron sus sueños de mandar una compañía, aunque peleó por conseguirlos, protagonizando cuatro intentos frustrados de fuga y no pudiendo regresar libre a España hasta finales de 1580, con 33 años cumplidos y muy quebrantado su cuerpo por los castigos sufridos.
Había nacido en Alcalá de Henares, en 1547, posiblemente el 29 de septiembre, día de san Miguel, siendo bautizado el 9 de octubre en la iglesia de Santa María la Mayor. El padre era un cirujano modesto y Miguel, el cuarto de los siete hijos que tuvo el matrimonio. Fue justo el que le seguía en edad a él, Rodrigo, con quien tuvo más cercanía y compartió sus años mozos y sus peripecias militares.
Sus padres marcharon pronto de Alcalá y cuando él tenía cinco años se establecieron en Valladolid, donde aún les fue peor, acabando su progenitor arruinado, embargado y en la cárcel, de la que se libró al lograr que se le reconociera su condición hidalga. O sea, que la familia andaba a ramal y media manta y en continua mudanza, pues una vez liberado el hombre, marcharon a Córdoba primero, luego a Sevilla, para acabar por recalar en Madrid en 1566 con Miguel a punto de cumplir ya los 20 años.
Algo había estudiado, aunque no mucho. Y es dudoso que pisara siquiera Salamanca, pero sí que estuvo en algún colegio jesuita. Se sabe con certeza que en Madrid recibió clase de un catedrático de gramática, Juan López de Hoyos, en uno de cuyos libros Cervantes incluye tres poesías por encargo de su maestro, a quien consideraba «nuestro caro y amado discípulo». Como escritor y por entonces y para buenos lustros más después, ya no hubo más letras que juntar.
Lo que no tuvo más remedio que hacer, y que demuestra que no eran caminos tranquilos por los que andaba, fue salir a escape de la Península para no acabar en prisión, pues a ello había sido condenado en rebeldía el 15 de septiembre de 1569 por haber herido con varias estocadas a un tal Antonio de Segura.
Miguel, junto con su hermano Rodrigo, habían puesto rumbo a los dominios españoles en Italia, para hurtar de ese trance e intentar sentar plaza como soldado. Desde allí, más a salvo, pidió a Madrid —y consiguió— certificado de limpieza de sangre, o sea, de no tener ascendientes judíos, que se le otorgó y que le permitió respirar más tranquilo, pues ello aminoraba los peores efectos de su condena, entre los cuales se incluía el que «con vergüenza pública, le fuese cortada la mano derecha» amén de un destierro por 10 años.
Llegado a Nápoles, todo aquello quedaba atrás. Un pariente suyo, Gaspar de Cervantes, que andaba por allí, lo colocó de camarero de un obispo italiano que llegaría a cardenal. Pero no duró ni un año en el oficio, pues en 1571 ya estaba alistado en la compañía del capitán Diego de Urbina, del Tercio de Miguel de Moncada. Justo para llegar a tiempo a Lepanto. El literato, junto con su compañía, embarcó en la galera «Marquesa», una de las que estaban al mando de don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y que resultaron cruciales para el resultado de la batalla ganada por la flota cristiana liderada por don Juan de Austria.
Su bautismo de sangre en combate tuvo lugar aquel glorioso 7 de octubre de 1571 de la Batalla de Lepanto. El joven Cervantes dio pruebas sobradas de valor, como recogió un acta judicial realizada en Madrid (1578) en la que varios testigos hicieron pública declaración de su comportamiento en aquella jornada.
«No estaba para pelear»
Así lo cuenta el alférez Gabriel de Castañeda: «Que al tiempo y sazón que se reconoció el armada del turco por la nuestra española, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura. Este testigo vio que su capitán y otros amigos suyos le dijeron que, pues estaba malo, no pelease, se retirase y bajase debajo de cubierta de dicha galera, porque no estaba para pelear; y entonces vio este testigo que el dicho Miguel de Cervantes respondió al capitán y a los demás, que le habían dicho lo susodicho, muy enojado: 'Señores, en todas las ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra Su Majestad, y se me ha mandado, he servido muy bien, como buen soldado; y ansí agora no haré menos, aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en servicio de Dios y de Su Majestad, y morir por ellos, que no bajarme so cubierta'. Y que el jefe le pusiese en parte y lugar que fuese más peligrosa, y que allí estaría o moriría peleando, como dicho tenía. Y ansí, el capitán le entregó el lugar del esquife con 12 soldados, adonde vio este testigo que peleó muy valientemente como buen soldado contra los turcos, hasta que se acabó la batalla, de donde salió herido en el pecho de un arcabuzazo, y en una mano, de que salió estropeado. Y sabido por el señor don Juan de Austria cuán bien lo había hecho, le acrecentó cuatro o seis escudos de ventaja de más de su paga».
O sea, que pudiendo escaquearse, no lo hizo, sino que luchó como un león en un puesto de máximo peligro, y que, aun herido, combatió hasta el final de la lid, y que el propio capitán general Juan de Austria supo de ello y lo premió aumentándole la soldada. Un cuadro del gran pintor contemporáneo Augusto Ferrer-Dalmau ha querido plasmar, en contraposición con la imagen habitual que tenemos de él, a ese Cervantes poco conocido, a aquel hombre joven, aguerrido y valiente, que como tantos otros formaron parte de aquellos Tercios sin rival.
De los dos arcabucazos tardaría un tiempo en reponerse, pasó seis meses en el hospital de Messina (Italia). Pero, a la postre, el que le dejó secuelas fue el disparo sufrido en la mano izquierda, donde un trozo de plomo le seccionó un nervio y se la dejó para siempre un poco anquilosada. Le valdría luego el apodo de «El manco de Lepanto», del que se sentía orgulloso. De todos modos, esto no le impedía seguir en el oficio de las armas, sentando plaza en la compañía del capitán Manuel Ponce de León del tercio del aguerrido y famoso Lope de Figueroa al que Calderón de la Barca, al retratarlo en El alcalde de Zalamea, hizo perdurar su memoria hasta hoy. A sus órdenes sirvió Cervantes y fue creciendo en prestigio y haciendo méritos para ascender participando en los combates de Navarino (1572), Corfú, Bizerta y Túnez (1574), que culminaron con la toma de esta última ciudad por Juan de Austria.
Tras aquella nueva victoria, nuestro soldado retornó a Italia y allí permaneció hasta mediados de 1575, recorriendo con las tropas las guarniciones de Sicilia, Cerdeña, Génova y la Lombardía. Decidido a ascender en la vida militar, aspiraba a que le concedieran el grado de capitán. Regresaba a España al lado de su hermano Rodrigo, ufano con las cartas de recomendación del hermano del propio rey y máxima figura entonces de todos los ejércitos cristianos, cuando teniendo ya a la vista tierra española, la Costa Brava, entre Palamós y Cadaqués, la galera «Sol» en la que iban fue asaltada (26 de septiembre de 1575) por una flotilla pirata al mando de un renegado griego, Arnauti Mani, y los dos hermanos Cervantes fueron llevados a Argel. Las cartas fueron su perdición. Adjudicado como esclavo al griego Dali Mani, este consideró que la cifra por su rescate sería de 500 escudos de oro. Una cifra que, unida a otra similar para su hermano, haría inviable el pago por su familia, nada sobrada de recursos. Consiguieron juntar unos 300, pero Miguel de Cervantes hizo generosamente que fueran íntegramente empleados en liberar a su hermano algo que consiguió. Rodrigo volvió a España y a su desempeño militar. Acabaría por perecer en la batalla de las Dunas, en Flandes. Un largo cautiverio esperaba a Miguel de Cervantes que no se resignó, intentando fugarse una y otra vez. Tras fracasar en la última intentona, estaba ya engrilletado y presto para ser embarcado en una galera que lo llevaría a Constantinopla, de donde le sería ya imposible huir, cuando, in extremis lo recataron los frailes mercedarios.
Sus sueños como soldado, habían sin embargo, acabado alli. Sus viejas heridas y los graves quebrantos sufridos en el largo periodo de esclavitud lo habían mermado e imposibilitado para tal empleo. Sin embargo, los recuerdos de Italia, de las batallas libradas y las peripecias sufridas iban a seguir para siempre en su recuerdo, una memoria que permanecería para siempre en su visión de la vida, su carácter, sus principios y valores, y estaría siempre presente en el fondo de sus obras.