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Luis E. Íñigo

Hispanos de nación

Llamarse 'Hispanus' podía retrasar su acceso al Senado o a las magistraturas. Pero se mostraban dispuestos a asumir el riesgo si el precio por esquivarlo era el de renunciar a una identidad de la que se mostraban orgullosos

Con razón podía Lucio Anneo Floro señalar que la tierra que hoy llamamos España «quedó sitiada por los romanos antes de que se conociera a sí misma y fue la única de todas las provincias que tuvo conciencia de sus propias fuerzas después de haber sido vencida». La necesidad de defenderse de los invasores impulsó acuerdos y alianzas, pero no puso en marcha procesos de integración cultural. Fueron los hijos de Rómulo los que, como consecuencia de la pujanza de su civilización y su dilatada presencia en la península, dieron comienzo a tales procesos. Y su resultado, pasado el tiempo, fue una entidad de perfiles lo bastante precisos para ser reconocida por los extranjeros y lo bastante viva para alimentar un claro sentido de pertenencia en quienes en ella habitaban. Los historiadores no han acuñado aún el nombre común para clasificarla, pero pronto poseyó un nombre propio: Hispania.

La primera noticia de su empleo nos la ofrece, apenas iniciado el siglo II a.C., el comediógrafo Plauto, quien escribe: «Hemos recorrido las tierras de los istrios, los hispanos, marselleses, ilirios, el mar Adriático todo». Poco más tarde, Ennio, el primer gran poeta épico latino, pone en boca de un personaje estas palabras: «Sabed que hablo como hispano, no como romano». Y luego, cuando, ya en el siglo I, se empiezan a elaborar personificaciones femeninas de las diversas regiones del Imperio, no se representan nunca las provincias de la península, por entonces tres, por separado, sino en una única figura que simboliza a Hispania en su conjunto. Gracias, en suma, a la romanización y mucho antes de su nacimiento administrativo en el siglo III, nuestra tierra poseyó enseguida personalidad propia dentro del Occidente.

Pero no se trataba tan solo de que los romanos considerasen a Hispania una unidad, sino que sus propios habitantes lo hacían y, sobre todo, expresaban públicamente un nítido sentido de pertenencia hacia la que consideraban su patria. El poeta bilbilitano Marcial recoge en sus célebres Epigramas ciertos tópicos que circulaban entonces acerca del carácter de sus paisanos, no para despreciarlos, sino para defender su forma de ser frente a la de otros pueblos del Imperio, incluso para presentarlos como los últimos depositarios de las esencias de la vieja Roma, esa mos maiorum austera y sobria que Augusto había querido restaurar. De sus 1.560 epigramas conservados, 114 hacen referencia a Hispania, ya sea de modo explícito, ya porque habla de personajes oriundos, ya porque se refiere a sí mismo como hispano. Y no es menos notoria la afectación con la que declara su origen el emperador Teodosio, nacido en la ciudad hispana de Coca en 347, cuyo panegírico, anticipándose a san Isidoro, proclama sin sentir vergüenza alguna de la hipérbole: «tienes por madre a Hispania, la tierra más afortunada entre todas las tierras, que el supremo hacedor de las cosas se ha complacido en embellecer y enriquecer mucho más interesadamente que al resto de los pueblos».

Los propios nombres que adoptaban los miembros de las élites hispanas expresaban su sentido de pertenencia. Numerosos ejemplos de individuos que portan un cognomen, hoy diríamos sobrenombre, alusivo a su identidad hispana han llegado hasta nosotros, y ello a pesar de que llamarse Hispanus podía retrasar su acceso al Senado o a las magistraturas. Pero se mostraban dispuestos a asumir el riesgo si el precio por esquivarlo era el de renunciar a una identidad de la que se mostraban orgullosos. Y no eran solo los miembros de las élites intelectuales y las clases dirigentes los que se sentían hispanos. No lo hacían menos los soldados, los mercaderes o los campesinos, incluso desde antes que sus poetas y gobernantes.

Ya en el 212 a.C., los mercenarios hispanos que, tras luchar del lado romano en la segunda guerra púnica, fueron asentados en la ciudad siciliana de Morgantina acuñaron una moneda con la leyenda Hispanorum. Y era práctica común entre los nacidos en Hispania, con independencia de la ciudad en la que hubieran venido al mundo, que lo reconocieran así dejando escritos en sus tumbas epitafios en los que se proclamaban Natione Hispanus, literalmente, «hispano de nación». La expresión es elocuente, pues en aquella época nación aludía a un conjunto de personas nacidas en el mismo lugar y que poseían por ello unos rasgos comunes que les proporcionaban una cierta cohesión de grupo. Y es así como debían de concebirse a sí mismos los hispanos y por ello se cuidaban de hacerlo constar para la posteridad cuando se les enterraba lejos de su patria.

Los ejemplos son muy abundantes, y abarcan desde personas anónimas a verdaderos héroes populares, como Diocles, uno de los aurigas más famosos del Imperio durante la primera mitad del siglo II, pasando por célebres gladiadores como Quinto Vetio y, por supuesto, legionarios como Tito Julio Urbano, un soldado que había servido en la VII Legión, acantonada en la actual León, a la que la ciudad debe su nombre. Todos se sentían hispanos; era su seña de identidad, al menos una entre varias, pero sin duda no debía de ser la menos importante cuando, dejando constancia de ella en la tenaz memoria de la piedra, la escogían para presentarse ante las generaciones posteriores.

No cabe, pues, sino reconocer que Roma ayudó a dotar de una identidad común al mosaico de pueblos sobre el que los colonizadores fenicios y griegos habían sembrado antes las semillas de la modernidad. Primero obligándolos a defenderse; después, apagado ya el rescoldo de la independencia, retándolos a integrarse en su mundo de mercaderes, banqueros y senadores. Incluso su propia forma de hablar el latín tenían aquellas gentes orgullosas y libres, cuyo acento, a decir de Cicerón, era pingue atque peregrinum (literalmente, «grasiento y extranjero»); el mismo con el que el hispalense Adriano, cuando no era todavía emperador de los romanos, provocó las sonoras carcajadas del Senado al pronunciar ante él su primer discurso.

Y todavía hay quien dice que España es un invento reciente.

  • Luis E. Íñigo: es historiador e inspector de educación