Picotazos de historia
Charlotte von Lieven, la mejor de las institutrices imperiales
Con el tiempo Charlotte von Lieven no solo criaría a todos los hijos del futuro Pablo I de Rusia, también les salvaría la vida
Charlotte von Gaugreben (1743-1828) fue una noble rusa cuya familia pertenecía a la nobleza báltica de origen alemán (la mayor parte de ella tenía su origen en las ordenes de los caballeros teutónicos o la de los hermanos de Livonia). El padre de Charlotte, que fue general de artillería al servicio de Rusia, autorizó el matrimonio de su hija con un colega del ejército, en 1766. El afortunado fue el barón Otto Heinrich von Lieven, quien moriría en 1781 con el grado de general y gobernador de la plaza de Kiev.
La joven viuda quedó en una situación delicada ya que el difunto no dejó una gran fortuna. Sin medios se retiró a la finca familiar donde vivía modestamente mientras criaba a sus seis hijos (cuatro niños y dos niñas). En1783 nació la gran duquesa Alejandra Pavlovna, hija del futuro emperador Pablo I y de la emperatriz María, nieta de la poderosa y temible Catalina II. Esta decidió –tenía una desconfianza visceral y absoluta acerca de la inteligencia y carácter de su hijo y heredero– que la neonata y su hermana necesitaban una institutriz que se hiciera cargo de su educación.
Este sería el inicio de una carrera esplendente que haría de Charlotte princesa von Lieven con tratamiento de Alteza Serenísima, miembro de la orden de Santa Catalina, Dama de Estado (caso único en la Rusia Imperial), así como el privilegio de porta un brazalete con los retratos del emperador Alejandro I y su esposa y un collar con el retrato del emperador. Ambos regalados por Alejandro I. Además de tener apartamentos propios en todos los palacios imperiales.
A la futura princesa von Lieven la familia imperial rusa llegó a adorarla como si fuera la más querida de las abuelas. Pero todo esto tuvo su origen cuando Catalina II solicitó consejo, acerca de la crianza de la niña, al gobernador general de Riga, que era un correoso escocés llamado George Brown que llevaba décadas sirviendo a Catalina. Brown recomendó a la emperatriz que tomara como institutriz a la empobrecida viuda del difunto barón general von Lieven.
A los pocos días se presentó en la finca un mensajero, acompañado por una escolta militar, con la orden de la emperatriz de que la viuda viajara –inmediatamente– hasta el palacio imperial de Tsarkoye Selo, cerca de San Petersburgo, donde se encontraba Su Majestad Imperial. Charlotte empezó a argumentar las dificultades y premuroso de todo: los niños, equipajes, organizar la gestión de la finca… No pudo terminar. A una orden del mensajero unos fornidos soldados alzaron a la señora del sillón donde estaba y, con toda firmeza y delicadeza, la depositaron dentro de un coche de caballos que partió a la carrera.
En en par de días recorrieron los más de cuatrocientos kilómetros que separaban ambos puntos. Solo se paró para cambiar los caballos. Llegaron a Tsarkoye Selo y la pobre mujer fue conducida a una sala subterránea, solo iluminada por velas y antorchas, donde fue sometida a un interrogatorio a manos de Aleksandr Andreevich Bezborodko, futuro canciller imperial. Charlotte ya estaba harta. La habían arrebatado a la fuerza de su hogar, llevaba dos días y sus noches de infernal viaje donde apenas había podido dormir algo, echaba de menos a sus hijos, se sentía sucia, cansada, harta...Y estalló.
Le soltó a Bezborodko que no quería el puesto de institutriz por nada del mundo. Que dicho puesto tenía enormes dificultades debido al carácter de los progenitores, el mal ejemplo constante para los niños que suponía una corte imperial llena de hipócritas y aduladores amorales e, incluso, se atrevió a criticar la forma de vida –léase, los amantes– de la propia Catalina II.
A todo esto la propia emperatriz estaba escuchando todo, oculta detrás de un biombo en el fondo de la sala, donde tenía lugar el interrogatorio, detrás de un incomodísimo Bezborodko cuya tez se iba volviendo de un tono cada vez más verdoso. Catalina salió de detrás del biombo y rápidamente se acerco hasta una desconcertada Charlotte. La abrazó y le rogó que aceptara el puesto «pues nadie había mejor que ella para tal encargo» y que tendría libertad y autoridad absoluta.
Con el tiempo Charlotte von Lieven no solo criaría a todos los hijos del futuro Pablo I de Rusia, también les salvaría la vida. Pero –como decía Rudyard Kipling– eso ya es otra historia.