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Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Diego López de Haro, señor de Vizcaya al mando del Ejército castellano en Las Navas

«No me llamen hijo de un traidor», dijo en un momento de arrebato el hijo mayor de quien iba a dirigir al Ejército castellano contra el inmenso ejército almohade en la batalla donde se iba a jugar la suerte de la Cristiandad en España, y puede que de Europa también

Batalla de las Navas de Tolosa, óleo de Van Halen expuesto en el palacio del Senado (Madrid)

Las noches anteriores a las batallas o en los momentos previos a situaciones en los que tememos la posibilidad de perecer, el comportamiento humano suele ofrecer alteraciones de los más distintos pelajes y formas que se expresan de las más inauditas maneras. Una muy comentada es la de un acelerón de los impulsos sexuales. Los corresponsales de guerra lo saben muy bien. Y tiene una poderosa razón impresa en los genes: si puedo morir, me tengo que reproducir cuanto antes.

Es una de tantas reacciones, digamos que incardinadas, en nuestro ser animal. Pero hay una que ya se inscribe en una característica diferenciadora de humanidad. El ser humano está muy dotado para la mentira; es una evidencia. Y suele tender al disimulo de aquello que cree que no le conviene decir pero en ese momento anterior y crucial en que ve llegar la muerte le aflora y se impone la sinceridad.

Uno de esos instantes, de esos arrebatos de sinceridad tuvo lugar en el prólogo de la que iba a ser la gran y trascendental batalla de las Navas de Tolosa donde se iba a jugar la suerte de la Cristiandad en España, y puede que de Europa también.

La noche anterior al combate batalla de las Navas de Tolosa, en los fuegos de campamento y a las vista de las innumerables hogueras del musulmán, lleno el aire de zozobras, el hijo mayor de don Diego López de Haro y quien iba a mandar la vanguardia y cuerpo central castellano de las tropas cristianas contra el inmenso Ejército almohade y con quien velaba armas, le dijo a su padre en un arrebato:

«¡Que por mañana, padre, no me llamen hijo de un traidor!». A lo que don Diego respondió: «Hijo de puta sí podrán llamártelo, pero hijo de traidor, no». Y se fundió en un abrazo con él, a quién por algo llamaban «Cabeza Brava» y que al día siguiente cabalgaría a su lado.

Diego López II de Haro

Ambos sabían el porqué de sus palabras y el decirlas allí. Don Diego, que tantos años había sido alférez real del rey Alfonso VIII, llevaba años soportando murmuraciones desde la terrible derrota de Alarcos, donde había mandado la retaguardia y viendo la batalla perdida y tras lograr que el rey Alfonso VIII dejara el campo y escapara con apenas 20 caballeros hacia Toledo, hizo retirar las tropas supervivientes y se refugió con ellas en el castillo de Alarcos. Evitó así la completa matanza y después logró, tras mediar el conde Pedro Fernández de Castro, que combatió al lado de los almohades que el califa Al Mansur aceptara un aman, un canje por cautivos musulmanes y entrega de rehenes, que permitió salir y salvarse a lo que quedaba del Ejército castellano.

El rey comprendió la prudencia y la valía de su decisión y le mantuvo como su alférez real, pero sus rivales, los Lara, la más poderosa familia de Castilla, cuya cabeza, don Nuño, había sido hasta su muerte en el cerco de Cuenca, su ayo y preceptor azuzaron la insidia sobre su persona acusándole de cobardía y cuando más tarde tuvo desavenencias puntuales con el monarca las arreciaron y por un tiempo lograron que perdiera el aprecio real.

Luego don Alfonso había recapacitado y se había vuelto a congraciar hasta devolverle muchos de sus honores y entregado la enorme responsabilidad de dirigir sus tropas en la más crucial de las batallas. Pero la alferecía real había sido puesta en manos del hijo de don Nuño, el conde Álvaro Núñez de Lara. Y la rivalidad entre ambas familias había llegado a las fogatas de quienes aguardaban al amanecer para vencer o para morir.

La razón por la que pudieran llamar a Cabeza Brava «hijo de puta» también tenía su aquel. Era el primogénito y el único hijo que don Diego había tenido con doña María Manrique de Lara, hija del hermano mayor de don Nuño, don Manrique y hermana de su sucesor Pedro Manrique de Lara, señor de Molina y prima hermana por tanto del actual alférez real.

Y lo acaecido era que doña María había abandonado al muy poderoso señor de Vizcaya por un herrero y se había fugado con él. La mofa, befa y escarnio cayeron como pedrisco sobre las costillas de los López de Haro. Y desde luego, aquel matrimonio celebrado en aras del mejor entendimiento entre las familias solo hizo que encresparlas aún más.

Al día siguiente –hay que contarlo todo– padre e hijo se batieron con gran arrojo y valentía. Pero no les quedó en absoluto a la zaga el Lara, don Álvaro, quien fue el primero que haciendo saltar su caballo sobre las lanzas de los negros encadenados que lo protegían, asaltó el palenque donde se asentaba la tienda del califa Al Nasir, aunque el Miramamolín ya no se encontraba en ella tras haber escapado en una mula. Otra versión convertida en leyenda y escudo afirma que fue Sancho VII el Fuerte de Navarra, quien rompiendo a espadazos las cadenas entró en el recinto. Puede ser muy cierta también, pues el navarro lo hizo por el cortado de enorme recinto, pero sí parece que antes y por el frontal, fue don Álvaro, alférez real de Castilla y gran jinete, quien primero las había traspasado.

Tras la batalla, desde luego, a don Diego padre no le llamaron ya nunca más traidor y a su hijo se guardaron mucho de faltarle a su madre. Es lo que tienen las victorias.

Escultura de Diego López II de Haro

Y aún hubo algo más. Las familias volvieron a arreglarse por la formula habitual en la época. O sea, casando a los hijos con los del rival. Don Diego, que había vuelto a matrimoniar, en este caso con una Ruiz de Azagra, de los señores de Albarracín, vecino por cierto del de Molina, y fue la hija mayor, Urraca la que casó con su gran rival, don Álvaro Núñez de Lara y otra, María, con su hermano, don Gonzalo. Y por un tiempo la paz entre las familias se restableció.

No por mucho, también es verdad. Los Diego López de Haro, señores de Vizcaya a la que el cabeza de linaje había incorporado a la corona castellana, permanecerían siempre fieles a la corona. Muerto al poco el rey Alfonso, a su heredero, el niño Enrique I y a su hija mayor regente y reina, doña Berenguela contra quienes conspirarían los Lara, conchabados con el rey leonés, acabando esta vez derrotados, y lograrían entronizar al fin, al hijo de esta Fernando III, que uniría a los dos reinos y acabaría la obra de su abuelo, tomando a los musulmanes casi todo Al-Ándalus, reconquistando Córdoba y Sevilla y dando Castilla acceso al mar también por el sur.

Durante muchas generaciones los López de Haro dieron el nombre de Diego a su primogénito y heredero de sus títulos mayores y uno de ello el V señor de Vizcaya fue quien en el año 1300 fundó sobre una pequeña población pesquera en la orilla derecha del río Nervión la villa y luego gran ciudad de Bilbao, cuya arteria principal lleva su nombre. No sé si esto lo sabía Sabino Arana ni si es conveniente que lo sepan quienes ahora mandan en el País Vasco no se la vayan a quitar siete siglos después.