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Luis E. Íñigo

Historia y memoria

Por primera vez desde 1936, la izquierda se disponía a declarar a la derecha una guerra ideológica en la que la manipulación torticera del pasado desempeñaría un papel fundamental

Todo comenzó hace veinte años. Después de dos legislaturas apartado del Gobierno de la nación, el 14 de marzo de 2004 el PSOE volvía a ganar las elecciones y, pocas semanas después, tras el consabido pacto con los nacionalistas, José Luis Rodríguez Zapatero se convertía en presidente del Gobierno.

Aunque entonces resultaba imposible saberlo, la historia de España estaba a punto de sufrir un giro copernicano. En pocos años, donde antes había consenso, habría tan solo división; donde predominaba el diálogo, se instalaría el sectarismo; donde los políticos de distinto signo se miraban como rivales, comenzarían a mirarse como enemigos, y la Transición, que hasta ese instante izquierda y derecha contemplaban como el mayor logro político de nuestra historia reciente, empezaría a presentarse desde una gran porción de la primera como una operación cosmética destinada a asegurar la supervivencia del franquismo. Por primera vez desde 1936, la izquierda se disponía a declarar a la derecha una guerra ideológica en la que la manipulación torticera del pasado desempeñaría un papel fundamental.

Por supuesto, esto no sucedió de la noche a la mañana. Pero el rostro sectario y divisivo del nuevo socialismo español pronto fue desvelándose tras el semblante amable del nuevo presidente. Mientras afirmaba trabajar por la justicia social, lideraba la metamorfosis de su partido en un espécimen de la nueva izquierda traidora a sus principios universales y solidarios que ampara todos los identitarismos nacidos de la zozobra provocada por la globalización y la pérdida de certezas. Su mensaje olvidó a los humildes para hablar a los colectivos que se sentían marginados o podían ser convencidos de que lo estaban, desde los homosexuales a las mujeres, desde los musulmanes a los ancianos. Y, por supuesto, los nacionalismos periféricos.

Ahí residía el verdadero peligro. Tras el brazo tendido a los nacionalismos se escondía un nuevo proyecto para España. Y no se trataba de un proyecto integrador. Como había demostrado el Pacto del Tinell, firmado el 14 de diciembre de 2003 por el PSC, ERC y una pequeña coalición de izquierdas, el objetivo de Zapatero no era otro que establecer un firme cordón sanitario en torno a la derecha y apartarla de forma definitiva del poder. A cambio, dejaría a los nacionalistas manos libres para proseguir, con apenas cortapisas, la construcción nacional de Cataluña.

Un nuevo Estatuto de Autonomía les fue ofrecido en bandeja. Aprobado en referéndum y sancionado por las Cortes, el Tribunal Constitucional, después de cuatro largos años, declaró inconstitucionales catorce artículos. El daño estaba hecho. El choque de legitimidades era forzoso y la apelación al victimismo, inevitable. Una gran manifestación recorrió Barcelona bajo el lema «Som una nació. Nosaltres decidim». Jordi Pujol declaró: «Tras la sentencia, ya no encuentro razones para no ir sin más tardanza hacia la independencia». Incluso Miquel Roca afirmó apenado que el fallo suponía el final del espíritu de entendimiento inaugurado en 1978. Zapatero había dinamitado la Transición.

Era lo que pretendía. Para aquel aprendiz de brujo que jugaba con potencias que desconocía, el pacto de 1978 no era legítimo porque se había sellado bajo presión de los militares. No habría una verdadera democracia en España mientras el régimen no asumiera que su legitimidad nacía de la Segunda República. Se trataba de un completo dislate. La República había sido una democracia imperfecta gobernada por políticos que no comprendían las exigencias del Estado de derecho sobre la práctica política, y la Transición, un pacto de reconciliación sellado gracias las cesiones de todos. Pero lo peor era que para Zapatero, como para el PSOE y la izquierda republicana de los años treinta, la verdadera democracia pasaba por excluir a la derecha de toda posibilidad de gobernar.

A ello se entregó con ahínco. La promulgación en 2007 de la Ley de la Memoria Histórica suponía la primera iniciativa de un proceso que, recogido el testigo por Sánchez, no ha hecho sino intensificarse desde entonces. En 2022, la Ley de Memoria Democrática no buscaba ya tan solo minar la legitimidad democrática de la derecha, sino sustituir el Régimen del 78 por una República de perfiles difusos. Ya no se trata de reabrir fosas, cambiar nombres de calles o derribar monumentos. La nueva ley busca imponer sin ambages una versión oficial de la historia que convierte en una suerte de delincuente ideológico a quien critique la sacralizada II República. Como en la ficción orwelliana, el pasado se ha tornado arma arrojadiza contra todos aquellos que se opongan a los designios del poder.

Pero es necesario saber de qué hablamos cuando decimos Memoria Histórica, una expresión paradójica que confunde la memoria, individual, subjetiva y cambiante, con la historia, un discurso crítico sobre el pasado que persigue su reconstrucción mediante técnicas contrastadas de análisis documental. La historia, como sostiene Enzo Traverso (2011), nace de la memoria, pero decide poner distancia entre ambas. Le sirve de fuente, pero bajo reglas propias del oficio de historiador: la asunción de su subjetividad y la necesidad de contrastarla. Como señaló Pierre Nora, memoria e historia funcionan en registros totalmente diferentes, aun cuando es evidente que ambas tienen relaciones estrechas y que la historia nace de las memorias de individuos y grupos que experimentaron los hechos o creen haberlo hecho.

La memoria es afectiva, emotiva, irracional, inconsciente de sus sucesivas transformaciones, vulnerable a la manipulación, inclinada a los largos períodos de latencia y los violentos despertares. Por el contrario, la historia es una construcción siempre problemática e incompleta de aquello que ha dejado de existir, pero que dejó rastros, a partir de los cuales el historiador trata de reconstituir lo que pudo pasar y, sobre todo, integrar esos hechos en un conjunto explicativo. La historia permanece; la memoria va demasiado rápido. La historia reúne; la memoria divide. Se trata de dos formas complementarias de relacionarnos con el pasado, pero con diferencias tales que excluyen de raíz la unión de ambos conceptos. Pero de dividir, y de excluir, es de lo que se trata.

  • Luis E. Íñigo: es historiador e inspector de educación.