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Trincheras en Francia durante la Primera Guerra MundialGTRES

Picotazos de historia

Sobre la guerra y sus atrocidades

La guerra marca una frontera en el sentido de que se acaba estableciendo una separación maniquea: buenos y malos

«Solo los muertos han visto el fin de la guerra» es una frase atribuida erróneamente a Platón y que en realidad fue de George de Santayana, filósofo y escritor, autor de la más universal frase «aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo».

Herodoto afirmó que en la paz los hijos llevaban a sus padres a la tumba y durante el tiempo de guerra es al revés.

Mark Twain aportó humor a un asunto muy serio al tiempo que añadía una pizca de crítica a sus compatriotas cuando escribió que «Dios creó la guerra para que los norteamericanos pudieran aprender geografía».

El teórico militar sir Basil Liddel Hart (18951970) declaró que el primer general moderno fue el norteamericano William Tecumseh Sherman quien fue el más tajante a la hora de definirla: «¡La guerra es el infierno!».

Kurt Junger, veterano pluricondecorado de dos guerras mundiales, en su libro Tempestades de acero afirma, desde la experiencia personal, que ningún soldado que lucha hasta el último momento, y viéndose atrapado y sin remedio, puede esperar ni exigir clemencia de aquellos a los que ha estado matando hasta un instante antes.

Y es que es muy fácil legislar y definir cuál deben de ser los comportamientos y qué está bien y qué mal en la tranquilidad de un despacho o un caldeado salón.

Por otro lado, es muy difícil juzgar las actitudes de un individuo que lleva días (o semanas) viviendo a la intemperie, asustado, hambriento, en situación de combate, con la adrenalina bombeando como loca y reaccionando a meses de entrenamiento orientados a reacciones instintivas que permitan la supervivencia del soldado.

Normalmente consiguiendo la eliminación inmediata de la fuente de peligro. El filósofo norteamericano Jess Glenn Gray en su obra Guerreros: reflexiones sobre los hombres en batalla señala cómo la mente deja de registrar, voluntariamente se embota, con idea de proteger la propia cordura.

No es que se acostumbre al terrible espectáculo de la guerra, es que deja de prestar atención, por ello serán imágenes o un recuerdo muy concreto, a veces completamente anodinos, los que desencadenen un cúmulo de emociones que indican que ese soldado debe ser trasladado a un centro de reposo.

Por todo lo anteriormente mencionado es fácil de entender los abusos y excesos que se producen en la guerra y cómo –de manera instintiva al principio, luego en forma de convencionalismo y por último por medio de acuerdos y tratados internacionales– se busca limitar las consecuencias y los comportamientos para evitar la excesiva crueldad.

Así desde el siglo IX, abierta una brecha practicable en la muralla, la fortaleza tenía siete días para rendirse si no recibía ayuda. La ayuda mutua entre antiguos enemigos, supervivientes en el campo de batalla, para poder sobrevivir está sobradamente documentada desde antiguo. Tras la batalla, los supervivientes son hermanos, y se ayudan y se protegen.

La guerra también marca una frontera en el sentido de que se acaba estableciendo una separación maniquea: buenos y malos. Yo soy bueno porque soy yo, así que los de enfrente solo pueden ser malos. Así se pasa a la difamación y deshumanización del enemigo.

Así sucedió, por ejemplo, en las nacientes repúblicas de Sudamérica tras su independencia y que dio lugar a la conocida como segunda leyenda negra española.

Por ello es fácil levantar monumentos y mostrar las víctimas de las atrocidades del enemigo mientras ponemos sordina o restamos importancia a las propias, eso cuando no las justificamos.

Y es que ahora, apenas, están surgiendo muchas de estos actos producidos durante la Segunda Guerra Mundial.

El historiador norteamericano Robert Kershaw es el primero al que he visto mencionar como las tropas americanas arrojaron a los soldados alemanes al río tras la toma del puente de Nimega, durante la operación Market Garden.

O la masacre de Chenogne, donde miembros de la 11ª división blindada de Estados Unidos apiolaron a más de 80 soldados alemanes que se habían rendido.

Lo mismo con el 234º regimiento de la 63ª división en la población de Jungholzhausen; en Treseburg con el 18º regimiento de la 1ª (Big Red One) división, o en Lippech donde el 23º batallón de tanques de la 12ª división blindada no sólo masacró a los prisioneros, también aprovechó para una violación masiva de las mujeres de población, o en Nurenberg donde los restos del 1er batallón del 38º regimiento de la división SS Gotz von Berlichingen fueron asesinados a culatazos por sus captores... y la cuenta sigue.

Y es que el general Sherman tenía razón. La guerra es el infierno.