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Retrato del conquistador español Hernando de SotoGTRES

Hernando de Soto, el mejor jinete de las Indias

El jinete se llamaba Hernando de Soto y era el mejor caballista de toda la hueste de Pizarro y de todos los que por las Indias habían cabalgado

El día 15 de noviembre de 1532 el quiteño Atahualpa se encontraba en los Baños del Inca, cuyas aguas termales gustaba frecuentar, rodeado de un gran ejército de 80.000 hombres entre los que se encontraba su tropa de élite, la guardia imperial compuesta por ocho mil guerreros y sus dos grandes generales, Quisquis y Rumiñahui.

Los Baños se encuentran en la falda de las montañas desde la cual se divisaba la ciudad de Cajamarca a la que muy poco antes había llegado una tropilla de barbudos invasores.

Eran tan sólo 166 hombres, con metálicas armaduras y algunos montados en unas bestias, «llamas con herraduras de plata» le habían descrito sus espías, que llevaban un tiempo merodeando por sus dominios y a los que ahora había llegado el momento de hacer desaparecer.

Aquel día había sido de júbilo pues al fin ya podía considerarse en verdad el Inca, ya que habían llegado emisarios anunciándole que sus tropas no solo habían derrotado por completo a su hermano Huáscar y tomado Cuzco, sino que lo habían hecho prisionero con toda su familia y se encontraba a su merced. Aquel día, rememoraría no mucho más tarde Atahualpa, fue el más resplandeciente de su vida, pero también el preludio de su mayor y definitiva desgracia.

No podía imaginarse que el mensajero iba a ser aquel que encabezaba una pequeña tropa montada en aquellos extraños animales, que subían desde Cajamarca hacia él y que acepto recibir.

Se fijó que, al contrario de los otros, no se cubría la cabeza con un caso sino con tan solo un pañuelo cuya punta se agitaba con el viento. El Inca estaba sentado con su guardia imperial por delante, imponentes e inmóviles como estatuas.

El jinete se aproximó a paso lento de su corcel, pero de pronto le hizo dar un repentino impulso para luego hacerlo frenar en seco ante él. Los hombres de su guardia no movieron los pies, pero sí hicieron un pequeño gesto de susto. El caballista invitó al Inca a bajar al día siguiente a Cajarmarca. Atahualpa tenía curiosidad por conocerlos antes de hacerlos matar, y aceptó.

El jinete se llamaba Hernando de Soto y era el mejor caballista de toda la hueste de Pizarro y de todos los que por las Indias habían cabalgado. El Inca, en cuanto los castellanos partieron, dio orden de ejecutar a todos los de su guardia que habían dado aquel pequeño respingo de temor.

La historia me la contó, en el verano de 2001, en el transcurso de una de mis Rutas Quetzal, el gran catedrático e historiador peruano José María del Busto considerado la máxima autoridad mundial sobre el conquistador Francisco Pizarro.

Lo hizo mientras recorríamos la plaza de Cajamarca, cuya fabrica perimetral se mantiene idéntica a como era, escenario de la batalla, la terrible masacre y la prisión de Atahualpa.

El Inca bajó, dejando a su gran ejercito atrás, con tan solo los 8.000 hombres de su guardia. No consideraba necesario nada más contra aquel puñado de barbudos.

Llegó en lo alto de su palanquín, se acercó a él un extraño hombre, que le dijo extrañas y ofensivas palabras y le ofreció un objeto que intentó abrir como él había hecho y no pudo por lo que lo arrojó con desprecio al suelo. Atahualpa no había visto nunca a un fraile, lo que le tradujeron era blasfemia contra sus dioses y lo que le ofreció era un libro, la Biblia, que el intentó abrir por el canto.

Fue su gesto lo que precipito la señal de ataque que los españoles tenían dispuesto de antemano como medida desesperada pues se sabían condenados si no conseguían lo único que podía salvarlos: apresar al Inca.

Tres pequeños escuadrones de caballería, el uno el de Hernando de Soto, el otro el de Sebastián de Benalcazar y el del hermanastro mayor de Pizarro, Hernando se lanzaron a galope, seguidos por los de a pie, contra la masa buscando hacer caer al hombre-dios, al Sol, del palanquín seguidos de la infantería.

Lo que sucedió después no es explicable. El emperador cayó de su pedestal, el pánico irrefrenable se apoderó de los quechuas, la degollina fue tremenda y toda la hueste huyó hacia los Baños del Inca hasta donde los persiguió Soto.

Los generales de Atahualpa, sabedores de la prisión de su señor, levantaron el campo y huyeron también. Entre los españoles solo hubo dos heridos. Uno el propio Francisco Pizarro, que combatía a pie, de una cuchillada de uno de sus propios soldados, al proteger al Inca con su rodela, lo necesitaba vivo.

El otro fue su hermano Hernando, quien torpemente se golpeó en la arrancada la cabeza contra la visera del galpón y, como se guaseaba luego Soto, «se perdió todo el combate». Los dos Hernando no se llevaban, y aun se llevaron luego peor, para nada bien.

Cajamarca fue decisiva y es bien conocida su conclusión: la conquista de todo el imperio Inca. Otras cosas no lo son tanto. Hernando de Soto frecuentó a Atahualpa en su prisión llegando a amigar con él.

Quizás esa fuera la causa de que los Pizarro le enviaran junto con Benalcazar hacía Quito tras las tropas de Rumiñahui, y así poder cumplir sin trabas con su designio de ajusticiar al Inca poniendo como excusa, tras amasar el inmenso tesoro del rescate, que él había mandado asesinar a su hermano Huáscar.

Cuando Soto retornó todo se había consumado. Emprendieron el camino hacia la capital de imperio, Cuzco, y tras combatir con dureza, lograron tomarla. Tras ello Soto intentó mediar en la creciente hostilidad que acabaría en guerra entre los Pizarro y los de Almagro. Infructuosamente. Primero perecería el segundo y más tarde sus partidarios acabarían asesinando a Pizarro.

Hernando de Soto, para entonces, había ya regresado a España, inmensamente rico, con 100.000 pesos de oro, su parte en el fabuloso botín de la conquista del imperio Inca.

Fue recibido como un héroe, se afincó en Sevilla y allí se casó con Inés de Bobadilla, hija del duro y cruel gobernador de Panamá, Pedrarias Dávila, a cuyas órdenes había estado de joven.

Aquella expedición con Pizarro no había sido su primera aventura. El gran jinete extremeño, de Jerez de los Caballeros, aunque otros afirman que de la vecina Barcarrota, nació (1500) de familia hidalga, pero pobre y con muchos hermanos, por lo que probó suerte con tan solo 14 años y llegó con tan solo su espada y su escudo como toda pertenencia a Panamá, al servicio del citado Pedrarias.

Diez años después ya era capitán de una unidad de caballería y había explorado tierras de Nicaragua y Honduras. Ya era muy renombrado como jinete y buen estratega y ayudó a la consolidación de poder del Gobernador a cuyas órdenes estaba también Francisco Pizarro. Este era un veterano.

Había cumplido ya los 60 y combatido tanto en Italia como en las Indias junto a Alonso de Ojeda y el propio Balboa, a quien Pedrarias le ordenó prender para decapitarlo después. Pizarro le ofreció marchar al Perú con él, con puesto de segundo y grado de capitán y con él había alcanzado la fama y la fortuna, pero Hernando de Soto quería además buscar la propia y comandar una hazaña al menos similar.

Por ello, en 1539 volvió a embarcarse para cruzar otra vez el Atlántico. Su destino era la Tierra Florida de la que había regresado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, superviviente tras la desastrosa expedición de Pánfilo de Narváez, y protagonista junto con solo otros tres más de la prodigiosa odisea de atravesar América desde Florida a California, de mar a mar.

Soto había leído su libro Naufragios y le propuso unirse a él, pero Cabeza de Vaca declinó su invitación y marchó por su cuenta al Mar de la Plata donde descubrió las cataratas de Iguazú.

Con Hernando de Soto fueron hacia la Florida cerca de 700 hombres, entre los que se contaban 24 sacerdotes, y su líder se cuidó mucho de que con ellos llevaran una impresionante tropa de 220 magníficos caballos.

Su larga incursión por la Florida encontró gran dificultad desde el comienzo, atravesando pantanales y luchando de continuo con los temibles flecheros de aquella floresta que ya habían acabado con la hueste de Narváez.

Pero Hernando era un gran líder y su genio para el combate y su trato a los indígenas le granjeo pronto su admiración. Sus hombres tenían severas penas si los maltrataban o abusaban de sus mujeres y contó con la ayuda de un español, Juan Ortiz, que había sido prisionero de ellos largos años al ser capturado cuando llego en busca de la desdichada expedición anterior. Fue capturado e iba a ser quemado vivo cuando la hija del cacique suplicó por su vida y se lo quedó para ella. Cuando llegó Soto se unió a él y le sirvió de interprete y guía.

El largo periplo por todo el sur del actual Estado Unidos los llevo primero a atravesar Georgia, Alabama, las dos Carolinas y Tenesse.

Las batallas fueron a veces de gran dureza y en varias ocasiones estuvieron a punto de sucumbir. Especialmente sangrienta fue la librada contra la tribu Choctaw que defendieron su ciudad de Mauvila, muy bien fortificada. Fue un combate terrible donde casi ningún español se libró de heridas y cerca de cincuenta y otros tantos caballos sucumbieron. La mortandad india fue terrible y la tribu, casi al completo, sucumbió.

El 8 de mayo de 1540 las tropas de Hernando de Soto llegaron a orillas del caudaloso Missisipi, siendo los primeros blancos en verlo y cruzarlo hostigados de continuo por los flecheros. Con todavía unos 400 hombres siguió su periplo por tierras de Arkansas, Oklahoma y Tejas haciendo invernada aquel año de 1541 en la ribera del rio Arkansas.

Al comienzo de la siguiente primavera intentaron seguir adelante, pero la resistencia indígena era cada vez mayor, el intérprete Ortiz murió y la tropa emprendió el camino de regreso hacia el Missisipi a cuya orilla occidental llegó en mayo de 1542.

Presa de las fiebres Hernando de Soto murió allí, junto al gran rio por él descubierto, en el poblado de Guachoya el 21 de aquel mes. Su cuerpo fue envuelto en lonas y enterrado muy lastrado en el lecho del propio rio, para que los indígenas no supieran de su muerte pues lo consideraban inmortal. Cerca de 350 supervivientes, tras llegar de nuevo a la costa, consiguieron regresar a bases castellanas en el golfo de México.

Le leyenda de Hernando de Soto perduró entre los nativos. Es el conquistador español que goza de mayor prestigio y su memoria y estatuas son apreciados sin que hasta el momento hayan sufrido ataques ni derribos.

Una leyenda cuenta también que el semental que cabalgaba, el único no castrado de la caballada, fue puesto en libertad junto con algunas yeguas. Sobrevivieron y se multiplicaron y el caballo de Soto fue el padre de todos los caballos que pastaron libres después por las praderas al oeste del Missisipi. No hay documento alguno de su veracidad, pero es hermoso pensar que así fue.