Picotazos de historia
El aventurero francés que se autoproclamó rey de la Araucania y la Patagonia y acabó en un manicomio
Antoine soñaba con aventuras en lejanas tierras y en conseguir territorios para su patria
Tras la independencia de los reinos y provincias de ultramar, las nuevas naciones fueron objetivo de aventureros y oportunistas que veían en las nacientes repúblicas un campo fértil para sus ambiciones y extraños proyectos. Esta es la breve historia de uno de ellos.
Antoine Orélie de Tounens (1825-1878) fue el octavo hijo de un próspero comerciante dueño de varias carnicerías, en la Dordoña francesa. El padre, de nombre Jean, amasó una modesta fortuna y consiguió una autorización imperial para anteponer la partícula «de» a su apellido.
El joven Antoine estudió derecho y tras licenciarse su padre le compró un bufete de abogados en la localidad de Perigueux. No le duró mucho el entusiasmo al joven letrado que encontró su carrera profesional árida y aburrida. Él soñaba con aventuras en lejanas tierras y en conseguir territorios para su patria. Se hizo masón, más que nada por considerar que era una buena manera de hacer valiosos contactos, y compartió con sus compañeros de logia sus sueños de aventuras.
Seguía dando vueltas a sus fantasías de cuando, en torno a 1855, cayeron en sus manos unos informes del Instituto Geográfico Nacional en relación a los territorios inexplorados en el cono sur del continente americano. Antoine se entusiasmó con estos inexplorados territorios y empezó a pergeñar fantasías en relación con ellos. Recabó apoyos políticos y económicos entre sus compañeros de logia, amigos y familia. En 1857 vendió su bufete, solicitó créditos y, con los fondos obtenidos por diversos medios embarcó con destino a América en junio de 1858.
Antoine llegó a Chile el 22 de agosto de 1858 e inmediatamente contactó con los caciques indios de las tribus mapuches. Tuvo un gran golpe de suerte y se ganó la confianza de un jefe de guerra local (Lonco es el nombre del título en mapuche) que le autorizó a viajar por territorio mapuche, algo que los chilenos y argentinos no podían hacer. Los indios mapuches (o araucos) estaban en guerra contra las nuevas naciones americanas de Chile y Argentina.
Antoine ofreció armas, dinero, reconocimiento internacional, el oro y el moro… y los caciques enloquecieron con las promesas de aquel iluminado. Lo nombraron jefe de guerra de todas las tribus y el 17 de noviembre, ante unos asombrados mapuches, emitió un decreto por el que asumía la jefatura del territorio de la Araucania con título de rey y gobierno constitucional hereditario.
El 20 de noviembre, también por edicto publicado por él mismo, se declaró soberano del territorio de la Patagonia, que unió a su reino de la Araucania. El nuevo reino limitaría por el norte con el río BioBio en Chile y el río Negro en Argentina, al este con el océano Pacífico, al oeste con el Atlántico y con el estrecho de Magallanes por el sur.
Todo el asunto fue una astracanada y así lo vieron todos los países que fueron invitados a reconocer a la nueva nación y a Antoine I como su soberano: ninguno respondió. Quienes sí hicieron caso fueron los chilenos y argentinos. No es que le tomaran en serio —ni de broma—, es que este orate abría la posibilidad de una expedición aventurera más seria con el respaldo de alguna potencia deseosa de reclamar esos territorios.
Chile movilizó a una partida de tropas y echaron mano al autoproclamado Antoine I de la Araucania y la Patagonia y, bien atadito, lo presentaron ante un tribunal en Santiago de Chile. Esto pasó en enero de 1862. El fiscal pidió diez años de prisión. El juez del tribunal, por sentencia de 19 de julio de ese año, declaró que Antoine no estaba en sus cabales y que debía ser encerrado en el manicomio local pendiente de que lo reclamara algún familiar suyo. El pobre Antoine tuvo que esperar dentro del manicomio hasta que se presentó un hermano y se lo llevó a Francia en octubre.
Antoine se instaló en París y creó alrededor suyo una pequeña corte, a los que concedió fantasiosos títulos y cargos. Un par de veces trató de volver a su perdido reino americano, pero siempre fracasó. Enfermo y arruinado, morirá en la casa de su sobrino Jean, que heredó las carnicerías familiares, en su población natal.
Pero aquí no acaba la comedia. Cuatro años después de su muerte se publicó un supuesto testamento por el cual, Antoine I de la Araucania y al Patagonia, declaraba que su secretario, Achilles Laviarde, era su legítimo heredero al trono que dejaba vacante. Desde entonces se ha continuado la línea de soberanos del reino de la Araucania y la Patagonia, llegando a hoy en día.
El actual y felizmente reinante titular de tan codiciada corona es Frederic Luz (Federico I). Este señor es un genealogista –actividad que cuenta con una altísima proporción de locos y fantasiosos– que durante años trabajó en el entorno de la corona desempeñando funciones importantes, motivo por el cual el consejo de regencia del reino le ofreció la corona como sucesor del último titular. El señor Frederic Luz también ha sido presidente de la asociación de tiro de la pequeña localidad de Grauhelt, donde reside y fundador de un foro sobre relojes.