Pedro Páez de Jaramillo, el alcarreño que descubrió las fuentes del Nilo Azul
Dejó documento su descubrimiento y remarcado con esta frase: «Confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el rey Ciro, su hijo Cambises, Alejandro Magno y el famoso Julio César»
Hemos visto muchas películas, reportajes y libros de los ingleses Bartón y Speke en busca de las fuentes del Nilo, del Nilo Blanco allá por el año 1858. Pero desde luego ninguna, y la mayoría ni siquiera sabe que existiera, del descubridor español que casi dos siglos y medio antes, en 1618, había llegado al nacimiento del otro ramal del río, del Nilo Azul. Se llamó Pedro Paéz de Jaramillo y era natural de la Alcarria, aunque no de la de Guadalajara sino de la madrileña, que tiene también un cachito de esta comarca, de Olmeda de las Fuentes, para ser precisos, pero que resulta que tampoco se llamaba así cuando él vivía, sino de la Cebolla. Le cambiaron luego apellido porque debió parecerles poco gallardo y algo lloroso.
Lo importante, sin embargo, fue y es conocer al personaje cuyas aventuras son en efecto fascinantes y no solo la del Nilo, sino que amen de mil peripecias, incluso las de ser prisionero y esclavo en Arabia, fue el primer europeo en beber café y quien logró la conversión al catolicismo al emperador etíope, que era cristiano pero no de obediencia romana. Etiopía fue su meta, su pasión y acabó por ser enterrado en ella.
Nació en 1564, de familia noble, y tras sus primeros estudios en su propia villa, donde había un centro de enseñanza jesuita, para pasar después a otro colegio de la orden de mayor rango y nivel en Belmonte (Cuenca) donde hizo gran amistad con el teólogo navarro Tomás de Ituren. De su mano llegó a la Universidad de Alcalá de Henares, muy cercana a su lugar de nacimiento y de allí a Coimbra (Portugal) donde culminó sus estudios e ingresar, ordenado ya sacerdote, en los jesuitas para dar rienda a su vocación misionera. En aquellos tiempos, los reinos de España y Portugal y sus respectivos territorios por todo el mundo, estaban unidos bajo la misma corona, el Imperio hispano.
En el año 1585 partió para el oriente, en concreto hacia la India donde durante un año, en Goa, en el colegio San Paulo, preparó con otro jesuita, Antonio de Monserrat la misión que ansiaba emprender en territorio africano: llegar a Etiopia, donde sus habitantes profesaban la fe cristiana, lo que le daba un inusitado valor, en un territorio rodeado de mahometanos pero que no eran del rito católico. Un intento en el que anteriores misioneros habían fracasado. De hecho, de los cinco últimos enviados, solo tenían noticia, y ya antigua, de que solo quedaban dos supervivientes.
Iniciaron el viaje pero todo se les torció desde el principio. Al no encontrar embarcación que les llevara directamente se dirigieron hacia Mascate (Omán) que estaba bajo dominio portugués. Allí fueron engañados por un mercader que les prometió llevarlos hasta su destino, pero nada más salir a mar abierto fueron hechos prisioneros, llevados al Yemen, vendidos como esclavos y los siguientes siete años los pasaron como tales recorriendo los desiertos de Hadramaut y Rub-al-Jali en la Península Arábiga.
El rescate no llegó hasta el año 1595. Pudieron entonces regresar a Goa y allí a poco de llegar falleció Monserrat. El alcarreño no cejó en su empeño, pero hubo de esperar hasta el año 1603 para lograrlo.
Esta vez preparó mejor el viaje. Se dirigió primero al puerto eritreo de Massawua y de allí fue hacia Fremona, en la actual región del Tigray, en el norte de Etiopia. En el trascurso de aquel periplo, un reyezuelo le ofreció una «extraña bebida» que describió muy exactamente y que no era sino el ahora tan común café, pero que hasta entonces ningún europeo había probado.
Llegado a Etiopía, el éxito le acompañó de inmediato. Tan rápido fue que estuvo a punto de costarle la muerte si no hubiera sido precavido. El emperador etíope Za Gendel, quedó subyugado por él, hablaba a la perfección sus lenguas, amárico y ge´ez, conocía sus costumbres y rituales, y decidió de inmediato convertirse y abandonar la iglesia ortodoxa. El jesuita le previno de que no lo anunciara de golpe y que fuera cuidadoso con los cambios. El emperador no le hizo caso y decidió suprimir la observancia del Sabbaht lo que provocó una rebelión, la guerra civil y la muerte del emperador. Páez de Jaramillo, prudentemente se había retirado a Fremona y salvó así el pellejo.
Tras restablecerse la calma se produjo otro acercamiento del jesuita al nuevo emperador que fue también fructífero. Susinios Segued, coronado en 1607, que no tardó mucho en estimar sus consejos y sabiduría y de hacerle entrega incluso tierras cerca del lago Tara, en la península de tana, donde construyó una misión y una primera Iglesia Católica.
La conversión de Susinios fue mucho más lenta pero el favor y la amistad del emperador le acompañó siempre, haciendo viajes juntos por todo el territorio. En uno de ellos remontaron el gran río, hasta llegar a sus fuentes, el 21 de abril de 1618, según dejó anotado con precisión el jesuita, consciente de que había llegado a la fuente primigenia del Nilo, al menos de uno de sus brazos, el Azul. Pedro Páez de Jaramillo lo dejó documentado y remarcado con esta frase: «Confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el rey Ciro, su hijo Cambises, Alejandro Magno y el famoso Julio César».
La conversión de Susinios se produjo al poco de aquello y su objetivo pareció cumplido pues esta vez no provocó revueltas ni guerras. Sin embargo, no pudo consolidar su obra, ni extenderla tan siquiera, pues la malaria acabaría con su vida el 22 de mayo de 1622. Su cadáver fue enterrado en la iglesia de Gorgora que él mismo había construido y su obra no tardó en diluirse. No tuvo continuadores de su talla ni su prestigio y a la muerte del emperador Susinios su sucesor retorno a la doctrina ortodoxa.
La obra literaria de Páez de Jaramillo, monumental y valiosísima, sobre todo su Historia de Etiopia, culminada en 1620, no se perdió pero como si lo hubiera hecho pues pasó siglos sin publicarse. El hecho de estar escrita en portugués, lengua que dominaba tanto como su español nativo, indujo a confusiones y no vio la luz hasta el año 1905.
En España tardó todavía un siglo, aunque sí se había publicado en Portugal en 1945. Lo hizo merced al tesón y empeño del editor Eduardo Riestra que lo consiguió en el año 2014. En ella el misionero se descubre como gran observador y escritor de mérito y no solo cuenta su peripecia sino que ofrece una detallada descripción geográfica y narra su historia hasta su época.
Mientras, y sumido el misionero español en el olvido, un desvergonzado impostor llamado James Bruce se había apropiado de su descubrimiento y como tal figuraba y puede que aún figure en la Enciclopedia Británica como descubridor europeo de las Fuentes del Nilo. Bruce llegó a ellas nada menos que 150 años más tarde, y sabía que allí había estado y lo había documentado Páez de Jaramillo pero descaradamente no dejó de apropiárselo escribiendo con descaro a sus amigos: «Por lo que os escribí en la carta anterior, creo que no os quedará duda de que ninguno de los antiguos ni modernos ha descubierto antes que yo las fuentes del Nilo; y si es que Páez las vio, su descubrimiento ha sido inútil para las letras por descuido de los jesuitas en no publicar su viaje».
James Bruce no disfrutó, sin embargo, de la impostura pues acabó por ser expulsado de la Royal Geographical Society por falsario. Pero vamos, para la inmensa mayoría sigue siendo un total desconocido. Quien más hizo porque no fuera así fue el gran escritor de viajes Javier Reverte con su obra Dios, el diablo y la aventura que glosa su vida y en particular aquella peripecia. En Guadalajara existe una calle llamada Páez Jaramillo. Lo sé muy bien pues mis padres, y yo con ellos, vivieron en ella. Pero resulta que no está dedicada al jesuita sino a un pariente suyo muy posterior que era coronel o algo así. Pero bueno, para mí ya es la del explorador del Nilo Azul.