El té de las cinco. 1880. De Mary Cassatt
Picotazos de historia
Hanway vs. Johnson: la curiosa cruzada contra el té en la Inglaterra del siglo XVIII
El té pronto se hizo popular entre las clases más altas, especialmente después de que se supiera que la reina Catalina de Braganza, esposa del rey Carlos II Estuardo, era una apasionada de la bebida
En un artículo anterior, les hablé de un curioso ciudadano británico del siglo XVIII que acabó imponiendo el uso, en esas húmedas tierras, de un objeto tan típico de allí como es el paraguas. El mencionado ciudadano, de nombre Jonas Hanway (1712-1786), era, entre otras cosas, un notorio polemista. Y ¿quién no ha conocido a alguno de esos individuos que, en medio del barullo, sostienen enfáticamente la opinión contraria con el orgullo y la contundencia que da la certeza de estar en lo cierto y de encontrarse absolutamente solo? Vayan ustedes a una corrida de toros. Allí, en medio del respetable, le encontrarán: es el único que no aplaude; en su lugar, mueve la cabeza desaprobatoriamente mientras afirma: «Mal, mal. Muy mal».
Pero volvamos al tema. Jonas Hanway llevó en vida una particular cruzada contra el té. Esta bebida –o brebaje, según a quién pregunten– se introdujo en Europa gracias al comercio portugués con Oriente y llegó a Inglaterra a finales de la primera mitad del siglo XVII. Por cierto, fue llamada cha por los portugueses, pues ese era el nombre común con el que se conocía en Asia. Sin embargo, cuando fue embarcada hacia Inglaterra, se hizo dentro de cajas marcadas con la letra «T» para diferenciarlas del resto de las mercancías estibadas a bordo. Pronto se le llamó así: tea, té para nosotros, que recibimos la bebida por los británicos y no por nuestros primos portugueses.
El té pronto se hizo popular entre las clases más altas, especialmente después de que se supiera que la reina Catalina de Braganza, esposa del rey Carlos II Estuardo, era una apasionada de la bebida.
Inicialmente considerada una bebida medicinal, su consumo se fue generalizando y comenzó a ofrecerse en las coffeehouses del reino. Estos eran establecimientos donde se podía disfrutar de un buen café, fumar una pipa y enterarse de todos los cotilleos políticos y sociales. En estos sitios, el té encontró acomodo y, con el tiempo, los devoró, pues las coffeehouses se convertirían en tearooms.
Interior de un café londinense, siglo XVII
En la primera parte del siglo XVIII, en concreto en el año 1720, el Parlamento prohibió la importación de productos textiles de China. Los comerciantes afectados buscaron otro producto cuyo comercio fuera rentable, y el elegido fue el té.
Cada vez se importaba más de esta bebida, en la medida en que su consumo se hacía más y más popular. Por este motivo, se le fueron aplicando mayores impuestos, lo que dio lugar a alguna que otra revolución (miren la que se armó en el famoso Motín del Té de Boston), así como a una próspera actividad de contrabando.
En medio de la pugna impositiva, se desarrolló paralelamente otra discusión: la que tuvo lugar entre los partidarios y los detractores de la bebida. A esta polémica no pudo permanecer indiferente el señor Jonas Hanway, quien asumió la tesis contraria. En 1757 publicó un opúsculo titulado Ensayo sobre el té, que formaba parte de otro trabajo mayor, publicado ese mismo año en dos volúmenes bajo el título Diario de un viaje de ocho días desde Portsmouth a Kingston upon Thames. Libro aburrido y poco interesante, que les aconsejo no leer.
En su ensayo, Hanway considera que el té es «...pernicioso para la salud, obstruye la industria (?) y empobrece la nación». Entre otros males, su consumo produciría debilidad nerviosa, escorbuto, moquillo, pérdida del cabello, impotencia, etc.
Frontispicio del Ensayo escrito por Jonas Hanway sobre el té con una escena de «pintorescos mendigos bebiendo té» al aire libre
Los ataques del señor Hanway encontraron pronta respuesta por parte del grupo de defensores de la infusión, entre los cuales el más fanático y frenético era el poeta, ensayista y lexicógrafo Samuel Johnson. Este señor fue el autor del primer diccionario de la lengua inglesa (casi trescientos años después que el de nuestro Antonio de Nebrija), pero, lo que es más importante, está considerado la persona que marcó las pautas para disfrutar de una buena taza de té. Según él, debía ser fuerte y cargado, los taninos debían atemperarse levemente con un módico toque de leche y endulzarse con azúcar en pequeños terrones.
Cierto día, el doctor Johnson asistía a una velada en un elegante salón de Londres. La anfitriona, viendo que su invitado se servía su trigésima segunda taza de té, no pudo evitar exclamar: «Señor Johnson, toma usted demasiado té». A lo que el sabio respondió: «Señora, es usted una impertinente».
Detalle del cuadro El señor y la señora Garrick tomando el té en el jardín de Hampton House. 1762. De Johann Zoffany
Y es que él mismo se definió como «...un bebedor de té desvergonzado y empedernido, que durante veinte años ha diluido sus comidas únicamente con la infusión de esta fascinante planta; cuya tetera apenas tiene tiempo de enfriarse; que con té divierte la tarde, consuela la medianoche y con el té da la bienvenida a la mañana».
Está claro que, al final, el vencedor de la dura pugna fue el doctor Johnson, cuyas normas para disfrutar del té siguen teniendo validez. Por cierto, según modernos estudios forenses, este señor sufrió en vida de escrófula tuberculosa, sordera, ceguera en un ojo, cáncer testicular, enfisema, insuficiencia cardíaca, hipertensión, síndrome de Tourette y derrame cerebral. No digo que todo fuera consecuencia de su inmoderada ingesta, pero…