España como proyecto
Es necesario fundir los reinos en el reino; las Españas en España. No para centralizar, sino para unificar; no para castellanizar, sino para españolizar
En el siglo XVIII, España se convierte en proyecto de sí misma. No es que antes no lo tuviera, pero se había vinculado en exceso con una idea universal: la defensa de la fe. Y tan íntimo abrazo había terminado por debilitar el proceso de construcción de la nación, creándole enemigos interiores, judíos, musulmanes, cristianos nuevos, y cargándola con el peso descomunal de servir de paladín a la Iglesia. Ahora, por vez primera, el proyecto de España es nacional por completo. No deja de ser católica, pero ya no sitúa en su catolicidad su razón última de ser. El núcleo de su proyecto, el que sienten ahora sus intelectuales y sus gobernantes, es el reencuentro con la modernidad. España no volverá a rehuir la corriente del progreso. Se zambullirá en ella con decisión y, al hacerlo, se hará también a sí misma, culminando el proceso, interrumpido por la gran crisis del Seiscientos, de su construcción como Estado y como nación. Progreso, europeización, unificación, tal será el programa del XVIII.
Como es lógico en un designio que se dilató todo un siglo, hubo dudas, recaídas, paradas, algún apresuramiento. Podemos incluso hablar de etapas a través de las cuales el proyecto nacional se desenvuelve y evoluciona. El reinado de Felipe V, en la primera mitad del siglo, es la época de los novadores. No son aún ilustrados; no ponen todavía en práctica lo que dicen; se limitan a teorizar sobre los males nacionales y sus soluciones, pero lo hacen mirando a la filosofía europea del momento. Es la era de Feijóo, de Belando, que trazan ya la idea de una nación construida sobre la lealtad hacia un cuerpo de leyes comunes, ajena al esencialismo católico y triunfante sobre los particularismos que la habían debilitado. Es el rico sustrato ideológico que nutre la Nueva Planta, matriz del Estado forjado por los ministros filipinos. Para la sociedad ya habrá tiempo; las mentalidades habrán de esperar. El objetivo es someter a la Iglesia, reanimar la economía, vigorizar la Armada, devolver a España su protagonismo internacional. Pero para ello urge contar con una Administración eficaz, que se desempeñe de acuerdo con criterios únicos, sin tropezar en cada rincón con los Fueros regionales que sirven a los poderosos de muros frente a la autoridad real. Es necesario fundir los reinos en el reino; las Españas en España. No para centralizar, sino para unificar; no para castellanizar, sino para españolizar. Los designios de Olivares siguen vivos de algún modo en el programa de 1714. El orgullo nacional, maltrecho, resurge con vigor en estos hombres.
Pasado el tiempo, brotan las dudas. Mediado el siglo, reinando ya Fernando VI, algunas voces exigen que vuelvan los Fueros, que se abran de nuevo las Cortes catalanas, las aragonesas, las valencianas. Se añora la España de los Austrias, la nación de naciones, hija de una cultura rica y plural que reivindica, por ejemplo, el valenciano Gregorio Mayans; la misma que habían defendido los catalanes sublevados contra Felipe V, «en nombre de las libertades de toda España». No es la corriente que da al siglo su personalidad. El reinado es una transición, no un repliegue. El Ejército y la Armada continúan progresando; se exploran nuevos tributos; la Iglesia queda sometida al poder real. Se sientan, en fin, las bases del reformismo carolino. Pero los nostálgicos no se rinden. Sobreviven en Cataluña, que no olvida sus Fueros; en el País Vasco, en Navarra, que no los han perdido; en Castilla incluso, donde voces como la de Juan Amor de Soria recuerdan a los comuneros alzados por las libertades castellanas frente al absolutismo regio. Y llega, débil, pero viva, hasta las Cortes de Cádiz, donde aún se alzará Capmany pidiendo para Cataluña la devolución de sus Libertades.
Antes, con Carlos III se dan la mano la experiencia y los sueños. Con él llegan los ilustrados, que no se resignan al imperio teórico de la Razón y sueñan con poner en práctica sus ideas; que no se allanan a modelar tan sólo el Estado y aspiran a transformar también la sociedad, las mentalidades. Y de la mano de Campomanes y de Jovellanos, de Olavide y Cabarrús, de Floridablanca y de Aranda, nace un proyecto consciente de nacionalización del Estado.
Una Orden de 1766 prohíbe editar libros «en otra lengua que la Castellana» y una Real Cédula ordena, dos años después, que toda la enseñanza se realice en ella. No se olvidan los símbolos. Se encarga la Marcha de granaderos, llamada a ser más tarde himno nacional. El pendón real se humilla ante la bandera nacional, escogida por el propio monarca como pabellón de los buques de guerra. Las Academias, fundadas en las décadas precedentes, dejan de lado la Corte para entregarse a la tarea de fijar y difundir los cánones de una cultura nacional. En 1773, la de la Historia acomete la elaboración de un Diccionario histórico-geográfico, «para conocimiento de los verdaderos orígenes de nuestra nación», que culmina la labor iniciada tres décadas atrás con el Diccionario biográfico-histórico de España.
Hay, pues, un verdadero nacionalismo español en el XVIII. Lo hay porque existe un deseo consciente de hacer españoles, de unir a los viejos reinos de la Monarquía en una única comunidad cívica atada con los sólidos lazos del amor patrio y la solidaridad social. Pero es un nacionalismo político, que no habla de raza, lengua y cultura, sino de amor a las leyes y felicidad común, nada sentimental, nada visceral. Y tiene éxito. Barcelona vitorea, en la persona de Carlos III, a los mismos Borbones contra los que décadas atrás se había levantado. Las heridas se han cerrado. La nación española se alzará como un solo cuerpo contra Napoleón. El camino de la construcción nacional, superado el desfallecimiento de la centuria anterior, volvía a enfilarse ahora con energía. Pero quedaba aún mucho por andar. El XVIII fue el siglo de los proyectos; el XIX lo será de los tropiezos.
- Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación.