La Libertad Académica en USA: un bien escaso
Muchos catedráticos sufrieron esto en sus pieles, siendo asesinados civilmente, y en muchos casos, expulsados de sus cátedras
«Destrozar los mecanismos de la democracia para preservar la democracia no funcionará. No podemos promover a voces marginales diciéndoles lo que es aceptable decir. Debemos pelear por mantener el flujo libre de las ideas, del debate y de una sociedad abierta», Gary Kasparov.
La principal revolución Reaganiana en EE.UU. no fue económica, que también, sino fue sobre todo una revolución del lenguaje en la esfera pública. Se pasó de hablar del dinero público, que todos sabemos que no es de nadie (Carmen Calvo dixit), a hablar del dinero de los contribuyentes. Se pasó de hablar de la izquierda como «progresista» a llamarles por su nombre: «tax-and-spend democrats». La lista de cambios lingüísticos en la esfera pública es larga. Tal fue el descrédito de la izquierda en la imaginería política anglosajona, que sus candidatos tuvieron que inventarse la «tercera vía» para distanciarse de la izquierda dogmática de antaño, y aparentar ser centristas.
Pero sus ideólogos más irredentos no se rindieron. Buscaron su refugio en sus cuarteles de invierno durante más de 40 años, las universidades. Desde allí llevan gestando su retorno, diseñando una estrategia basada en colectivismo identitario, con la esperanza de que la aglutinación de muchas identidades minoritarias les permitiera volver a generar una mayoría. El punto de partida, aprendida la lección de Reagan y siguiendo las pautas de Chomsky, fue el retomar el control del lenguaje, y por ende, del debate. Así, en un campus universitario tras otro, sobre todo en esa liga de hiedra podrida que son la universidades elitistas de las costas del país, se fueron creando policías del pensamiento, líneas telefónicas para denunciar anónimamente al que no piensa como uno, boicots a conferenciantes que no opinan lo políticamente correcto, «micro-agresiones verbales», etc. Muchos catedráticos sufrieron esto en sus pieles, siendo asesinados civilmente, y en muchos casos, expulsados de sus cátedras. ¿Les suena familiar?
Cuando llegó la presidencia de Biden –con sus vacíos intelectuales periódicos– estos elementos radicalizados sintieron que era el momento de celebrar su particular baile de debutantes, tomando por asalto las ondas y las calles reivindicando desde la desaparición de la policía (Minneapolis), la eliminación de los símbolos nacionales o la supresión del género en los registros civiles.
Pero, en su salida del armario, los radicales midieron mal sus fuerzas. Tanto en las urnas como en la calle. Y para más inri, han puesto en riesgo su particular granja de radicales – la universidad. Ya en el 2015, en La Universidad de Chicago, bastión de la libertad de expresión académica, se formuló lo que ha sido conocido como el Chicago Statement. En un breve texto, la Universidad reafirmó su compromiso de defender el derecho de la latitud mas amplia a todos los miembros de universidad de hablar, escribir, escuchar, debatir y aprender, indicando que no es rol de una universidad el proteger a los individuos de ideas u opiniones que consideren desagradables o incluso ofensivas.
Desde la llegada de Biden y sus aliados políticos al gobierno, más de 90 universidades han suscrito el manifiesto. Pero la cosa no ha quedado en eso. La sociedad civil, todavía operativa en este país, se ha puesto también en marcha. Una organización no partidista, FIRE, ha creado un ranking de 150 universidades basado en su defensa de la libertad de expresión académica. Sorprende ver el ranking de algunas de ellas: MIT (76), Universidad de Pennsylvania (114), Notre Dame (126), Northwestern (129) o Harvard (130).
Desgraciadamente, la universidad americana no está libre de las mismas presiones y tendencias que vemos en España. Pero reconforta ver que esta sociedad todavía tiene capacidad de reacción, tanto en las urnas como en la calle y en las universidades. ¿Podemos decir lo mismo de España? On verá.