Los niños que vuelven a clase en la Ucrania ocupada son obligados a cantar el himno ruso
Las fuerzas rusas proceden a borrar toda huella ucraniana en el territorio que han conseguido controlar
En el patio de la escuela de la pequeña ciudad ucraniana de Volnovaja, destruida por los combates y ocupada por las tropas rusas, el himno nacional de Rusia recibe a los alumnos bajo la mirada de soldados armados.
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Varias decenas de menores forman filas delante del establecimiento para la ceremonia de vuelta a las clases, un mes después de que esta ciudad cayera en manos del ejército ruso y de sus aliados separatistas.
Aquí no hay ni electricidad ni cobertura telefónica, según los periodistas de la AFP que viajaron a Volnovaja en una visita organizada por el ejército ruso.
Las numerosas casas destruidas de Volnovaja son el testigo mudo de la batalla por la ciudad, a medio camino entre la capital separatista de Donetsk y el puerto de Mariúpol, que lleva un mes y medio bajo el asedio de las fuerzas rusas.
Volnovaja, que tenía unos 20.000 habitantes antes de la guerra, fue «liberada» de los «neonazis» ucranianos, según el lenguaje que emplea Rusia, y la vida debe seguir su curso.
«¡Es hora de aprender, daos prisas, niños!», grita a sus compañeros de clase una niña pequeña de mejillas rosados, con un micrófono en la mano y trenzas blancas en el pelo.
Los responsables del colegio se encuentran detrás de ella, junto a una bandera rusa y otra de los separatistas. Más lejos, pero bien visible, un soldado con pasamontañas y casco vigila la escena, con una metralleta en sus manos.
Cuando suena el himno de Rusia, cuya música fue heredada de la Unión Soviética, los niños escuchan, pero no cantan, ya que no se saben la letra. Algo que también les pasa con el himno de los separatistas.
«Rusia, nuestra patria sagrada (...) Una poderosa voluntad, una gran gloria. ¡Son tu herencia por toda la eternidad!», resuena por los altavoces, uno de los pocos aparatos eléctricos que funcionan.
Sobrevivir al horror
La conquista de Volnovaja el 11 de marzo permitió a Rusia rodear Mariúpol por el norte, un puerto estratégico en el mar de Azov que ya era atacado por el este y el oeste.
Antes de eso, y durante dos semanas, las defensas ucranianas de la ciudad sufrieron importantes ataques.
Un mes después de la toma de Volnovaja, los escombros cubren las calles y muchas casas, comercios e infraestructuras civiles se encuentran en ruinas. Frente a un hospital destruido, los árboles están cortados en dos por la metralla.
La escuela Nº 5, situada en el centro de la ciudad, también fue blanco de bombardeos, y muchas aulas han desaparecido.
«Sobrevivimos al horror, hubo terribles bombardeos», cuenta Liudmila Jmara, de 52 años, una trabajadora de la escuela. Pero ella prefirió quedarse porque «donde mejor se está es en casa».
Ella dice querer que Volnovaja forme «parte de Rusia» y que nadie la «obligue» a hablar ucraniano, en esta región del Donbás mayoritariamente rusoparlante.
Moscú justifica su intervención militar en Ucrania como un deber de protección de los «rusos» del Donbás.
Vivir en un agujero
El ejército ruso no deja nada al azar, ni siquiera ante la ausencia de resistencia armada: carros blindados y vehículos militares rusos decorados con la letra Z patrullan la ciudad entre civiles en bicicleta.
El hospital municipal funciona a medio gas a pesar de los numerosos daños y la falta de electricidad.
En la penumbra, una enfermera, Natalia Nekrasova-Mujina, de 46 años, afirma que los pacientes (tanto niños, adultos y mayores) vienen sobre todo con heridas provocadas por explosiones de obuses.
La vida para los vecinos que se quedaron sigue siendo una supervivencia.
«No tenemos ni gas, ni agua, ni electricidad, ni cobertura telefónica. Vivimos como dentro de un agujero», suelta Liudmila Dryga, de 72 años y jubilada.
Svetlana Shtsherbakova, 59 años, afirma haberlo perdido todo en un incendio que arrasó su casa. «Solo nos llegó ayuda humanitaria una vez», explica con un hilo de voz esta antigua responsable de seguridad de un supermercado.
Un empleado de los ferrocarriles, Anton Varusha, de 35 años, considera que menos de la mitad de los vecinos de su calle regresaron con vida a Volnovaja.
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«Aún no sé si me quedaré. Por el momento tengo a mis padres, que son mayores y están enfermos», dice. «Intentamos escuchar diferentes cadenas de radio para entender lo que pasa, pero es difícil tener otras fuentes de información» sin internet ni electricidad, explica.