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Nicholas Sarkozy, Emmanuel Macron, y François Hollande, presidentes de FranciaAFP

Elecciones en Francia

La imparable decadencia de los últimos inquilinos del Elíseo

Sarkozy, Hollande y Macron han contribuido, con desafortunadas actuaciones, a desconsiderar el buen nombre de la Presidencia de la República

«Seré un presidente normal». François Hollande pronunció esta frase en repetidas ocasiones a lo largo de la campaña electoral de 2012 que le propulsó a la jefatura del Estado.

Era una forma de decir que sus nuevas funciones no le harían abandonar sus hábitos de ciudadano de a pie y que seguiría llevando la vida sencilla a la que estaba acostumbrado.

Una declaración de intenciones que le hizo ganar apoyos en una opinión pública algo cansada de la constante exhibición de lujo y otros excesos que caracterizó el mandato de Nicolas Sarkozy.

El problema es que el presidente de la República francesa no puede ser «normal».

No solo por los límites de movilidad o seguridad propios de la vida del gobernante de un país que aún goza de cierta influencia en la escena internacional; sino también y sobre todo porque el inquilino del palacio del Elíseo es el heredero (político) de varios siglos de una historia forjada por personajes como Clodoveo, San Luis, Felipe IV el Hermoso, Francisco I, Luis XIV, Napoleón I, Napoleón III y Charles De Gaulle.

Todos ellos, cada uno en su estilo, además de dejar una fuerte impronta política, otorgaban una gran importancia a la representación simbólica del poder. Una continuidad que ha superado el paso del tiempo, independientemente de la naturaleza de cada régimen, y que ha contribuido a una singularidad francesa en lo tocante a prestigio institucional, el externo, por supuesto, pero sobre todo el interno, el que garantiza el apoyo político y la paz social. Así ha sido desde hace cientos de años.

Este fenómeno viene consagrado en la era contemporánea por la Constitución de 1958, aún en vigor, ideada y querida por De Gaulle, que convierte al presidente de la República un «monarca republicano», titular de amplias competencias y maestro del juego político y también encarnación de la autoridad.

Una autoridad que De Gaulle encarnaba a la perfección: de la lectura del libro de recuerdos escrito por quien fuera su jefe adjunto de protocolo, Jean-Paul Alexis, se desprende la habilidad con la que combinaba su sencillez personal con una ceremonial y pompa destinados a proyectar el buen nombre de la institución presidencial y, por ende, el del país entero.

Sus tres primeros sucesores, Georges Pompidou, Valéry Giscard d’Estaing y François Mitterrand, mantuvieron ese equilibrio, solamente mancillado por ciertos caprichos y excesos protocolarios del segundo. Los primeros boquetes, ligeros, llegan con la campechanía de Jacques Chirac, tan pródigo en gestos humanos.

La «normalidad» deseada por Hollande pronto se le volvió en contra: su empeño en viajar en tren de línea a Bruselas para asistir a su primer Consejo Europeo terminó en chapuza logística. La operación de comunicación diseñada con motivo de su partida a la Costa Azul para disfrutar de su primer verano como presidente, también en tren de línea, resultó igual de contraproducente.

El remate llegó durante el lío de faldas que reventó la pareja que formaba con Valérie Trierweiler, compañera sentimental y Primera Dama oficial: las fotos del jefe del Estado, publicadas en portada de una revista del corazón, en las que aparecía acudiendo en scooter a visitar a su amante.

Por si fuera poco, el episodio ocurrió en la primera mitad de su mandato y la consecuencia fue una pérdida de autoridad política que nunca recuperó.

Emmanuel Macron entendió el mensaje y prometió una presidencia «jupiteriana». Así fue hasta que estalló el cutre escándalo de su escolta Alexandre Benalla. Y agravó su caso al admitir a unos raperos que actuaron a medio cuerpo en el patio del Elíseo, el mismo lugar por el que pasan reyes, papas y presidentes. Lo que los tres últimos presidentes han podido ganar en popularidad efímera lo han perdido en prestigio duradero.