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Ruinas de Borodyanka, en el DonbásAFP

99 días de guerra

El Donbás, arrasado

Tras los numerosos errores cometidos al inicio de la invasión a Ucrania, Rusia sigue una estrategia de «liberar ruinas» para conquistar el Donbás

Al cuarto intento, el Ejército ruso parece haber encontrado el paso apropiado para avanzar, de forma lenta, pero por fin sin tropezones, en los disputados campos de batalla del este de Ucrania.

El primer tropezón, ya casi olvidado, fue el del asalto aerotransportado sobre Hostómel, un gran aeropuerto próximo a Kiev que habría podido servir de base para tomar el control de la capital de Ucrania y abrir la puerta a las largas columnas de vehículos que llenaban las carreteras en los primeros días de la invasión.

El segundo tropezón fue el del ambicioso asalto mecanizado que, por cuatro ejes simultáneos, aspiraba a resolver la campaña de forma rápida, siguiendo las pautas de guerra relámpago creadas por la Wehrmacht en la Segunda Guerra Mundial.

Planeado con fuerzas insuficientes, quizá bajo la hipótesis de que Ucrania recibiría amistosamente a los invasores o, cuando menos, no se atrevería a presentar batalla, el asalto obtuvo éxitos limitados en el sur, pero se atascó en las grandes ciudades, particularmente en Járkov y Mikolaiv.

Privados de la intensa preparación artillera y aérea que habría sido necesaria para realizar la difícil tarea que se les encomendó, los batallones mecanizados rusos fueron incapaces de superar la tenaz resistencia del ejército y la sociedad civil ucranianos.

El tercer tropezón, una vez centrado el objetivo ruso en el este de Ucrania, fue el intento de envolver al ejército ucraniano del Donbás avanzando desde la ciudad de Izyum hacia el sur y desde la capital del Donetsk y la provincia de Zaporiyia hacia el norte.

La idea fracasó, quizá porque resultaba tan obvia que el Ejército ucraniano estaba esperándola. Perdieron así los militares rusos la, por el momento, última oportunidad de reivindicarse en el difícil arte de la guerra de maniobra.

Renunciando a impresionar a los analistas y a sorprender a los ucranianos, la aproximación táctica del general Dvórnikov, a quien Putin ha puesto al frente de la campaña, parece hoy más pragmática: concentrar la fuerza disponible, demasiado escasa para los ambiciosos objetivos iniciales, en un frente mucho más pequeño y avanzar después de arrasarlo todo con artillería, la única arma rusa que está respondiendo a lo que se esperaba de ella.

Una campaña así es necesariamente lenta, pero sólida. Su mayor inconveniente –que en vez de «liberar» ciudades «liberará» ruinas– se ve atenuado porque en los medios al servicio del Kremlin se culpa a los ucranianos de la destrucción.

¿Cómo puede alguien creer que los rusos tratan de conquistar Severodonetsk o Lysychansk, las últimas ciudades de la provincia de Lugansk en manos de Ucrania, para defenderlas de los bombardeos ucranianos? Parece que no es tan difícil, si se insiste lo suficiente y se prohíbe publicar cualquier otra cosa.

El riesgo para Rusia es que, a este ritmo, la guerra se eternice. Es un riesgo político, sobre todo, pero también militar.

Quizá por eso, al contrario de lo ocurrido en Mariúpol, sus soldados han comenzado el asalto a Severodonetsk antes de completar el cerco, ofreciendo así a los defensores un camino abierto para la retirada.

En el recuerdo del general Dvórnikov estará la caída de Grozni en la Segunda Guerra Chechena, facilitada por la huida de la mayoría de sus defensores, se dice que tolerada por los sitiadores. Esta es una lección que el ejército ruso conoce muy bien.

El Estado Mayor ucraniano tiene ahora la difícil papeleta de decidir cuándo llega el momento de retirarse de cada una de las ciudades bajo ataque.

Si los Estados Unidos no suministran a Ucrania los lanzacohetes múltiples que podrían igualar el duelo artillero a gran distancia, la resistencia solo puede aspirar a ganar tiempo. Pero ¿tiempo para qué?

Quizá la respuesta está lejos de los frentes del Donbás, en la provincia de Járkov, donde Ucrania ha realizado ya algunos contraataques; o en la de Jersón, donde Rusia mantiene un largo frente alejado de su actual centro de gravedad y quizá vulnerable.

Zelenski declaró hace algunos días que dispone ya de 700.000 soldados listos para el combate. Aunque las cifras no se conocen con exactitud, se estima que Rusia tiene en Ucrania alrededor de 150.000 hombres de primera línea.

Sumando las milicias rebeldes y las tropas de segunda línea, probablemente no llegue a la mitad de la cifra anunciada por Zelenski.

La guerra no es cuestión de números únicamente, claro. Sería estéril acumular hombres en el Donbás, donde seguramente se convertirían en carne de cañón para la artillería rusa, más numerosa que la ucraniana y de más alcance.

Pero parece posible emplear estas fuerzas para llevar a cabo contraataques un poco más ambiciosos que los hasta ahora realizados, en alguno de los puntos del inmenso frente que los rusos deben cubrir con cualquier cosa de la que puedan echar mano.

Recientemente se ha informado que, para cubrir huecos en la provincia de Zaporiyia, los rusos han sacado de sus almacenes viejos carros de combate T-62, entregados al ejército hace más de 50 años.

No hay, es verdad, plan de operaciones que resista el primer contacto con el enemigo. Pero este conocido axioma militar no releva a los mandos ucranianos de intentar dar la vuelta a la actual situación.

¿Sería posible expulsar a los rusos de la provincia de Jersón, hoy ocupada en su casi totalidad? ¿Podría el ejército ucraniano recuperar la central nuclear de Energodar, desde la cual las autoridades rusas pretenden, en un ejercicio de suprema desfachatez, llegar a vender electricidad a Ucrania en el futuro?

Sería difícil llegar tan lejos. Pero, cuando menos, parece posible obligar al ejército invasor a volver a dispersar algunos sus batallones más capaces, disminuyendo la presión sobre los frentes del este.

Los contraataques ucranianos en el frente sur, igual que los ya realizados alrededor de Járkov, no forzarán a Putin a retirar sus fuerzas, pero harían aún más duro el avance ruso en el Donbás y obligarían a Rusia a pagar un precio todavía más alto por cada metro cuadrado de terreno ucraniano conquistado.

Y cuanto más alto sea el precio, más improbable será que, después del armisticio que algún día ha de llegar, los rusos tengan ganas de volver a empezar.