Venezuela
Venezuela, la patología política que nos gobierna
Hay otro país que libra una batalla contra una mazmorra ideológica y que se bate todos los días por hacer las cosas bien, por trabajar y pensar con seriedad
Es frecuente oír comentarios de la gente, dentro y fuera del país, acerca de la dificultad para comprender lo que está pasando en Venezuela.
Hablamos de un Gobierno que tiene en contra a más del 80 % del pueblo y sumió en la pobreza al 94 %; que está marcado por una historia de represión y muerte, de corrupción obscena, de apoyo al narcotráfico, a los grupos paramilitares colombianos y a la megabandas locales.
Pero que además tiene un talante autoritario cercano a lo dictatorial; que muestra una incompetencia genética para enfrentar y resolver los agobiantes problemas económicos y sociales que creó y que padecemos desde hace ya bastante tiempo, y que todavía se mantenga en el poder, sin evidencias de que vaya a dejarlo.
Aquí no se trata de un debate entre izquierdas o derechas, ni tampoco de escoger entre socialismo o capitalismo. De lo que se trata es de lidiar con una mazmorra ideológica que no es pensamiento político serio. No enfrentamos un proyecto de país alternativo, sino la furia babosa de odio y frustraciones personales. No se trata de interactuar con formaciones antagonistas, gente que piensa distinto, sino de lidiar con patologías psicopolíticas irrecuperables.
Mientras tanto, existe un importante pedazo del país que se fatigó de la pobreza de casi todo: pobres los que viven en la pobreza o se empobrecieron en el camino a pesar de las promesas de emancipación; pobres los cambios reales del modelo de sociedad; pobres los espíritus para la creación y la crítica; y pobres las esperanzas de salir del marasmo.
Pero también sabemos que hay varios países en este territorio poblado que por comodidad de lenguaje llamamos Venezuela. Uno de esos países anda por allí embriagado de dólares en una frenética carrera de consumismo estéril, intentando cubrir la brutal ineficiencia en todos los niveles con recursos y más recursos, alimentando la corrupción, el facilismo y la mentalidad de rebatiña.
Sabemos también que hay otra Venezuela que se bate todos los días por hacer las cosas bien, por trabajar y pensar con seriedad, gentes que no tienen entre ceja y ceja ponerle la mano a la caja fuerte más cercana.
Ese país de la dignidad y la esperanza vibra en todo el entramado de la sociedad; está dentro y fuera del Gobierno, en las instituciones y más allá de ellas, en los movimientos sociales y en las prácticas individuales.
No se trata del esquematismo de «los buenos» y «los malos». El asunto es el reconocimiento de calidades múltiples que trasiegan los linderos partidistas, los encierros del dogmatismo, las nuevas exclusiones y la intolerancia de los extremistas de izquierda y de derecha.
El régimen político venezolano no es una dictadura cualquiera; es una dictadura que ha adoptado un modelo de dominación en el cual su ejercicio hegemónico implica saber hacer concesiones tácticas para autorregular su funcionamiento, y administrar el uso del tiempo, su propia fuerza y sus recursos, pero principalmente, el uso estratégico de la confusión y la desinformación, para salvaguardar el horizonte deseado de permanecer, para siempre y como sea, en el poder.
Su horizonte deseado, se funda en el mito de que su proyecto es un hecho político irreversible, una circunstancia definitiva con objetivos unilaterales que se imponen por las buenas o por las malas, y que tienen carácter supraelectoral, renuente a conceptos como la alternabilidad y la responsabilidad, y que se construye de acuerdo al principio de «como va viniendo, vamos viendo».
Para el régimen, la Constitución y las leyes, así como el aparataje institucional y los conceptos tradicionales de democracia, libertad, justicia social, partidos, trabajo, empleo, etc., tienen solo un carácter referencial, a los cuales se apela como testimonio y justificación, cuando conviene.
Y allí está el detalle. No hay manera de interactuar, desde la racionalidad, con portadores de una psicopatología política, por eso es tan difícil entender la incongruencia. Es decir, la diferencia entre lo que se dice y lo que se hace.
Pero los resultados están a la vista. La más grande crisis económica, social, política, cultural y ambiental que haya vivido país alguno