151 días de guerra en Ucrania
Las armas del juicio final
Cada pocas semanas, el presidente Putin o, con mayor desvergüenza, alguno de los siniestros acólitos del criminal líder ruso amenaza al mundo con armas supuestamente tan poderosas que los medios no dudan en calificarlas como «del juicio final».
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A pesar de lo mucho que está en juego, hay algo de infantil en estas amenazas, que a veces recuerdan a los ridículos planes de KAOS –la oscura agencia contra la que combatía Maxwell Smart, el Superagente 86– para apoderarse de nuestro planeta.
Suena, como todos los planes de KAOS, innecesariamente complicado. Sobre todo porque Putin ya presume de disponer de los nuevos misiles Sarmat, de los que asegura –y, por desgracia, no exagera– que son perfectamente capaces de hacer lo mismo y, además, muchísimo más deprisa.
Si no me falla la memoria, fue Donald Trump el primero que frivolizó con estos asuntos cuando aseguró a Putin que atacaría Siria con «misiles bonitos, nuevos e inteligentes». Poco antes, el locuaz presidente norteamericano había declarado públicamente que él tenía «un botón nuclear mucho más grande y poderoso» que el de Kim Jong-un.
Hay algo de siniestro en esta carrera en la que, además de las armas, compiten también las bravatas de los líderes
No prestamos entonces demasiada atención –quizá porque eran otros los amenazados– pero hay algo de siniestro en esta carrera en la que, además de las armas, compiten también las bravatas de los líderes que tienen la suprema responsabilidad de no usarlas nunca.
¿Qué hay de verdad en las capacidades de las nuevas armas de las que alardea Putin? ¿Son suficientes para alterar el equilibrio nuclear entre Rusia y la OTAN? Desde luego que no.
El torpedo Poseidón es, por el momento, solo un proyecto. Un proyecto, además, inspirado por el miedo de que, en algún momento de un distante futuro, los Estados Unidos consigan desarrollar un sistema de defensa estratégico –heredero del bautizado por el público como «guerra de las galaxias» en tiempos de Reagan– que garantice la interceptación en vuelo de la totalidad de los misiles que pueda lanzar Rusia, tanto balísticos como de crucero.
De existir, un sistema así desequilibraría el balance estratégico en favor de la gran potencia norteamericana y justificaría la existencia en el inventario ruso de un arma que, en lugar de volar, navegase bajo la superficie del mar. Pero el diseño de un sistema de defensa estratégico impenetrable no parece al alcance de las tecnologías hoy existentes. Ni tampoco de los recursos disponibles.
Si el Poseidón es un proyecto que, como tantos otros de los programas de armas rusos más ambiciosos, probablemente nunca llegue a entrar en servicio, el misil Sarmat, bautizado en occidente como Satán II, es ya una realidad.
Después del éxito de su última prueba, Putin y sus lacayos han presumido de su alcance de 18.000 kilómetros, su capacidad para transportar entre 10 y 16 ojivas independientes y su velocidad máxima, de casi 8 kilómetros por segundo. Un misil así –nos dicen– lanzado desde Kaliningrado podría alcanzar España en menos de cinco minutos.
Putin presume de que, con tan escaso tiempo de reacción, la defensa es imposible. Concedido. Ya lo era antes. Pero el líder ruso prefiere callarse lo poco que los misiles británicos, franceses y estadounidenses tardarían en hacer el camino de vuelta.
Esa es, desde que los analistas militares norteamericanos y rusos diseñaron sus respectivas estrategias de disuasión para la Guerra Fría, la verdadera defensa contra el ataque de los misiles balísticos: la certeza de la destrucción mutua; la evidencia de que, como ya cantaba un joven Bob Dylan en 1963, no se puede ganar una guerra nuclear.
Una certeza que en absoluto se ve alterada porque el modernísimo misil Satán II alcance un poco más que el anticuado Satán o vuele un poco más deprisa.
Si el lector quiere preocuparse por algo, no lo haga por la capacidad de los misiles rusos o americanos, que desde hace décadas es más que suficiente para destruir la humanidad. Preocúpese por la credibilidad de la respuesta a un ataque, el otro gran factor que condiciona el éxito de la disuasión.
¿Responderá Washington si Rusia ataca Madrid? Este es un factor mucho más intangible y que se presta más a errores de cálculo, porque depende de la voluntad de los pueblos y de la inteligencia y el valor de sus líderes.
La OTAN no ha respondido militarmente ante la invasión de Ucrania. Nada la obligaba a ello, pero ¿respondería a un ataque a Polonia? Putin probablemente cree que sí y eso es suficiente para mantener seguras las fronteras de la Alianza.
Sin embargo, ¿cómo descartar que, en algún momento de un futuro que quizá sea más difícil y competitivo para la humanidad, un nuevo Putin quiera jugárselo todo a anticipar una respuesta negativa a la anterior pregunta?
¿Cómo descartar que un líder agresivo quiera correr el riesgo de recurrir al arma nuclear confiando en que, precisamente para evitar la destrucción mutua, el resto del mundo no se va a atrever a responder? Un cálculo así sería terrible si el agresor acierta… y aún peor si se equivoca.
El verdadero talón de Aquiles
Es la incertidumbre de la respuesta a un ataque –y no el nuevo misil ruso– el verdadero talón de Aquiles de la disuasión nuclear. La probabilidad de que alguien quiera jugarse el futuro de la humanidad a cara o cruz es pequeña, pero multiplicada por un tiempo suficientemente prolongado y por un número creciente de naciones que cuentan con medios para hacerlo da como resultado la fundada sospecha de que un despropósito así pueda terminar ocurriendo.
A largo plazo, el riesgo es tal que debería impulsarnos a tomarnos con más seriedad la tarea de construir un mundo donde, como pide la propia OTAN en su nuevo concepto estratégico, no haya un lugar para las armas nucleares.
¿Cómo construir ese mundo sin armas nucleares o, cuando menos, con un número más razonable de ellas? ¿Quién va a ponerle el cascabel a esa media docena larga de gatos esquivos que, con toda desfachatez, enseñan sus garras a la humanidad? ¿Servirá el palo, la zanahoria o, como es habitual, una combinación de ambos?
Para guiarnos por este difícil camino, y no para presumir del alcance de sus misiles, deberían los pueblos de la tierra escoger a sus líderes. Y eso también afecta a los ciudadanos españoles, habituados como estamos a dejar que sean otros pueblos los que lleven la voz cantante en los asuntos relacionados con la seguridad global.
En el contexto internacional, nuestra voz es, ciertamente, poco más que un murmullo. Pero debe sumarse a la de quienes, desde otros rincones del mundo, exigen un cambio de las reglas del juego. Un cambio que necesita el apoyo de todos porque será difícil, enormemente costoso y no exento de contradicciones.
La guerra, por desgracia, seguirá formando parte de nuestras vidas mientras existan aprendices de brujo que la deseen y pueblos que se dejen arrastrar por ese camino.
Si la historia no nos engaña, además, la desaparición del arma nuclear solo la haría más probable. ¿Por qué apostar entonces por los ejércitos convencionales como mejor herramienta para la prevención de la guerra?
Porque, aunque no quepa engañarse sobre sus limitaciones –la disuasión convencional es mucho menos eficaz y bastante más cara que la nuclear– la primera opción sigue siendo mucho más segura para el futuro de nuestra especie. Nadie querría que el proceso de calentamiento global que tanto nos preocupa hoy se vea interrumpido bruscamente por un largo y letal invierno nuclear.